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domingo, 27 de noviembre de 2011

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'via Blog this'JOYERÍA DEL CENTRO



Bernardo se había hecho un nombre entre los joyeros y relojeros de Córdoba, por su larga trayectoria en el rubro, su experiencia, conocimientos y honestidad. Su negocio llevaba muchos años en el mismo local de la zona céntrica y su fachada que jamás había cambiado, pero siempre se había mantenido impecable, ya era un clásico en el mundo del comercio y un punto de referencia para muchos transeúntes: “Al frente de la Joyería del Centro, “A una cuadra de la Joyería del Centro”, “A la vuelta de la “Joyería del Centro”. Ciertamente, cuando se es un sitio tradicional en la ciudad, es claro signo de que los años no pasaron en vano, y que ese negocio ya había ingresado a la historia chica de la zona.
“Bernardo Peres, no se equivoquen, no es de origen hispánico (y la “s” en lugar de la “z” no es error), es de origen judío,(recuerden un Peres muy famoso,Shimon, que fue Primer Ministro Israelí), de judíos que llegaron a estas tierras cargados de sabiduría, esperanzas, tradiciones y dolor por lo que atrás habían dejado. Sin duda recibieron y dieron mucho al país que los cobijó. ¿Conocen las historia de los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff?, pues de aquellos pioneros de Santa Fe y Entre Ríos, provenía Bernardo. Hombre trabajador y justo con sus empleados: Hay que trabajar bien y pagar lo que corresponde, sin retaceos. La dadiva ablanda al hombre, que se convierte en perezoso; la injusticia lo hace rencoroso y mañero, solía decir con frecuencia.
Se caso con Raquel, Irene Raquel, hija de una familia de vieja amistad con sus padres. Se unieron en matrimonio siendo ambos muy jóvenes. Tuvieron un solo descendiente, Héctor, que emigró hace muchos años a Estados Unidos. Vive en Chicago donde se dedica al negocio inmobiliario. Sus contactos con él son escasos: «El muchacho está en la suya, el tiempo no le sobra», dice Bernardo sin convicción y sintiendo que una mano le atenacea la garganta.
Visitó Israel con su mujer al poco tiempo de casarse. Sufrió una decepción afectiva. No sintió lo que pensaba iba a sentir, cuando caminó su tierra bíblica. País inhospito, caluroso, donde la aridez se sentía hasta en la brisa sofocante que soplaba del desierto; muchos árabes, gente totalmente extraña para él, que solo había visto en películas. Su patria, su patria judía, de donde prevenían su abuelo y su padre, estaba en Ucrania, donde habían vivido por siglos sus ancestros, en una aldea de la región de Poltava, casi a orillas del río Dniéper. De allí provenían todos los relatos e historias que escuchó por años de sus mayores: el crudo invierno, la nieve que cubría todo el paisaje con su manto blanco, las barbas de los trabajadores, que regresaban de sus labores, resplandecientes por los cristales de hielo que formaban anillos en la tupida pelambre; el aullido del viento entre los árboles del bosque, y también el de los lobos; las reuniones de los aldeanos, para tratar problemas comunes o celebrar algún acontecimiento festivo o religioso, el té caliente en el samovar y también…los pogroms, cada vez más violentos que obligaron a emigrar a muchas familias, a dejar: la aldea, el hogar, el río que los vio nacer. Todo formaba parte de la rica y conmovedora historia de sus mayores, que él había incorporado a su psiquis, como si la hubiese vivido.
Hacía cinco años, que, Raquel, su esposa y amiga había emprendido el camino sin retorno, dejando a Bernardo, sumido en una tristeza que no era igual a las otras tristezas que había sufrido en su vida… porque esta, le había disecado el alma. Tenía su imagen grabada a fuego en la memoria, pero todo le parecía poco, en su infantil sueño de volver a verla. Un día desenrolló su metro ochenta de estatura que se había tornado encorvado y fláccido, y decidió seguir viviendo…por ambos.
La joyería ocupaba un amplio y confortable local. Excelente iluminación natural y artificial, estupendos exhibidores para alhajas, alianzas y relojes; decoración adecuada y elegante. Una pared con múltiples relojes de péndulo, pequeños y antiguos que pertenecían a su colección personal, se constituía en el principal atractivo de quienes ingresaban. En una esquina, alejada de la zona transitada por el público, se levantaba en toda su imponencia una vieja y recia caja fuerte de color verde oscuro, con los clásicos sistemas de seguridad de llave y combinación. Sobre uno de los exhibidores se podía ver un viejo cartel enlozado en el que se leía: “Se reparan todo tipo de relojes, trabajos garantizados”. Bernardo solía explicarles a sus clientes, que el oficio de relojero, casi había desparecido:
Los relojes ya no se reparan, se cambian; son a pilas, todo es diferente y descartable. Mantengo el cartel porque me recuerda a mis inicios; es un puente con mi pasado y además lo tengo a Pancho, para algún nostálgico que trae un viejo reloj a cuerda o balancín, también de bolsillo, que fueron del padre o del abuelo.
Tenía tres empleados: Francisco (Pancho) el más veterano, excelente relojero, que llevaba muchos años a su lado, era el encargado del negocio cuando Bernardo estaba ausente; Daniel y Jorge, mucho más jóvenes y con menos antigüedad que se ocupaban solamente de la atención del público, y de algunos trámites bancarios.
Para Bernardo el negocio era su hogar, estaba casi todo el día en él: ordenando, vigilando, atendiendo a sus viejos clientes. Dos o tres veces durante la jornada se reunía a tomar un cafecito, con los comerciantes amigos de la cuadra, una vieja y saludable costumbre que conservaban desde hacía años.
En el negocio era el único que tenía acceso a la caja fuerte que habría casi todos los días y a veces en varias oportunidades. Los empleados sabían que no le gustaba que lo molestaran cuando estaba en esa tarea. Todos conocían que allí se guardaban joyas importantes, de mucho valor que le traían a Bernardo, reconocido orfebre, para reparar o modificar. Era su lugar exclusivo, vedado a cualquier otra persona.
Los años y severos problemas personales y familiares habían ido cambiando la personalidad de Pancho. De aquel hombre trabajador y agradecido, que había ingresado a la joyería tanto tiempo atrás, ya poco o nada quedaba. Sé había convertido en un ser devorado por la envidia y la hipocresía. El centro de sus rencores era Bernardo, quien a pesar de tenerlo con un buen sueldo y como segundo, dentro del esquema de trabajo del negocio, para él era totalmente insuficiente. Consideraba que Bernardo tendría que haberlo hecho socio, porque así correspondía y dejar de ser un simple empleado. El estar de encargado en ausencia del dueño, no le satisfacía. El rencor y la envidia fueron creciendo hasta echar fuerte raíces en sus entrañas. En sus pensamientos y sentimientos ya no era “el amigo Bernardo”, ahora se había transformado en “el judío avaro de mierda, que todo lo quería para él” «Pronto va a tener una sorpresa, que no se la espera se decía a si mismo».
Hacía ya un tiempo que Pancho venia madurando la idea de un robo. No de las alhajas que estaban expuestas en las vitrinas, sino de las verdaderas joyas que guardaba en su famosa caja fuerte, a la que nunca había tenido acceso. Sabía que tendría compradores para ellas.
Observaba los movimientos del patrón cuando este se dirigía a la caja: nunca abría completamente la puerta de la misma, cubriendo la apertura con su fornida figura; permanecía un rato observando y seguramente contabilizando y luego retiraba una bolsita rotulada con la alhaja sobre la que tenía que trabajar. Muchas veces después de observar un rato, cerraba sin sacar nada.
Pancho había podido constatar que cerraba con el mecanismo de combinación y se olvidaba de hacerlo también con la llave con cierta frecuencia. Después de un largo tiempo de mirar y escuchar en forma disimulada los movimientos y “cliks” de la combinación con su sensibilidad de experto relojero, estaba seguro de tenerla descifrada, era cuestión de esperar un día en que a la hora de retirarse se olvidara de el último paso
A pesar de poseer las llaves de entrada a la joyería, lo haría forzando las puertas, para fingir un robo por parte de extraños. A la alarma la conocía y ya se sabe, que en la actualidad cualquier ladrón experimentado la desactiva en un santiamén.
Desde hacía un tiempo mantenía un pequeño bolso preparado con los elementos que necesitaría, para salir de inmediato cuando se diera la oportunidad, como embarazada en el último mes de gestación.
Un viernes a última hora de la tarde comprendió que el momento había llegado. La caja fuerte había quedado sin llave solamente cerrada con el mecanismo de combinación.
Regreso a su casa se dio una ducha. Prácticamente no probó bocado en la cena. Se lo notaba nervioso. Le dijo a su mujer (con quien mantenía una relación muy distante) que tenía que salir para ayudar a un amigo a hacer una reparación en su casa, información que ella tomo con indiferencia.
Estacionó su auto a tres cuadras de la joyería. Mientras caminaba hacia ella, sentía que las piernas le temblaban: era su primer delito. Entró rápidamente, aprovechando que no se veía ningún policía en la calle. Eran las once de la noche. Antes de salir forzaría las cerraduras, para simular el ingreso de ladrones. En su larga trayectoria, Bernardo había sido robado tres veces, aunque nunca pudieron con la caja fuerte, siempre llevaron lo que había en las vitrinas. Una vez adentro desactivo la alarma. La cortina metálica impedía que desde afuera se pudiera ver el haz de luz de su linterna. Se sentó durante unos minutos para relajarse. Sentía todos sus músculos contraídos. Con los ojos cerrados repaso la secuencia de números de la combinación. Aunque nunca la había probado, estaba seguro que era la correcta, la que él había deducido, mirando de soslayo y escuchando durante meses. Ahora había llegado la hora de la verdad. Caminó hasta la caja fuerte iluminado solamente por la luz de la linterna. Se paró frente a ella con gran ansiedad. Tenía las manos húmedas y las secó antes de tomar el dial de la combinación, y comenzar de una vez sin vacilaciones su tarea. Fue sintiendo los diferentes “cliks” que retumbaban como golpes de tambor en su cabeza, perlada de sudor, hasta que llegó el último y esperado, un poquito más fuerte que los anteriores que indicó, que la cerradura se había destrabado. Sé sentía embargado por una intensa emoción. Bajó con fuerza la bruñida manija y la puerta se abrió. Alumbró en su interior y una tremenda mueca de horror le transfiguró la fisonomía. Quiso emitir un sonido, aunque fuese gutural, y no pudo. Los ojos tremendamente abiertos parecían que se iban a salir de las orbitas: en el fondo de la caja vio el rostro sonriente y dulce de doña Raquel, con su cabello rubio primorosamente peinado, que lo miraba fijamente como diciéndole: ¡”Hola, Pancho”! Miraba como si estuviera hipnotizado. Un intenso dolor comenzó a lacerarle el pecho. Un dolor que iba tomándole todo el tórax, como si una boa constrictor lo tuviera atrapado entre sus anillos, que se apretaban cada vez más y el dolor subía hacia el cuello y la mandíbula y bajaba hacia los brazos; todo su cuerpo se había cubierto de una traspiración fría y pegajosa. El aire comenzaba a faltarle. Busco una silla y se desplomo sobre ella con los ojos entrecerrados y respirando con la boca abierta, buscando alivio. Después de pocos minutos reabrió los ojos y comprobó que estaba sentado frente a la caja la cual permanecía con la puerta entre abierta y la linterna que había quedado encendida en su interior. El rostro de Raquel, ahora por efectos de la iluminación, que recibía de abajo hacia arriba, había adquirido formas fantasmagóricas y se había tornado blanco amarillento, con oscuras y profundas ojeras; su sonrisa, era ahora un rictus: fue demasiado. En un brusco movimiento por tomarse el pecho con ambas manos cayo de la silla quedando boca abajo al lado de la mesa que solía utilizar Bernardo en sus trabajos de orfebrería. Tuvo tres convulsiones y luego el cuerpo se relajó quedando totalmente fláccido, con el terror pintado en sus facciones.
Pocos minutos después llegaron la policía y Bernardo. En el negocio nadie sabía que una nueva alarma silenciosa conectaba la caja fuerte con el servicio de seguridad. Un equipo de emergencia constato la muerte de Pancho, al cual Bernardo miraba con los ojos húmedos e infinita pena.
─ Este hombre era de mi mayor confianza, le tenía verdadero cariño─ dijo al comisario─ Para fin de año le había preparado una sorpresa: lo iba a hacer socio de mi pequeña empresa. Yo ya quiero retirarme. Señalando la imagen de Raquel, expreso: ─ Esto es obra de mi angustia, de mi mente desquiciada por el dolor de haberla perdido, y querer tenerla cerca. Encargué mi macabra fantasía a un gran artista plástico, que hizo una reproducción perfecta en tamaño natural de la cabeza de mi Raquel en arcilla, guiándose por distintas fotos. Costo encontrar ojos artificiales del tamaño y el celeste profundo que ella tenía, el cabello es natural. Todo el rostro y el cuello fueron cubiertos por un material símil piel que le da un realismo estremecedor. No quise hacer daño a nadie, solamente, y que Dios me perdone, traerla de la tumba y poder verla, cuantas veces quisiera─ dijo con la voz quebrada por la emoción.
Una hora después llegó la policía judicial y retiraron el cadáver de Pancho. Cuando todos iban saliendo Bernardo cerro la caja fuerte y en voz muy baja musitó:
─ Vistes, amor, todavía sigues cuidando nuestros intereses.
Tomo el pequeño cartel que decía que se arreglaban todo tipo de relojes, “su puente con el pasado” y lo arrojó al cesto de desperdicios.

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