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viernes, 30 de marzo de 2018


El que quiere puede


Ramón ingresó al hospital de madrugada. Como se dice en la jerga médica: “pidiendo pista”. Estaba muy grave: tenía un 30% de la superficie corporal quemada fundamentalmente en la cara y el tórax con lesiones de segundo y tercer grado producidas por agua hirviendo y dos profundas puñaladas en el abdomen que interesaban: intestino grueso y delgado  hígado y bazo. Había perdido mucha sangre.
Una riña en la cárcel con el “dueño” del sector, un convicto con muchos años de prisión y de experiencia carcelaria, había sido la causa  de la brutal agresión. Cuando Ramón dormía  el “Negro Silverio” le arrojó una pava  de agua hirviente. Ramón saltó de la cama desesperado por el intenso ardor. El Negro aprovecho el verlo de pie y le dio dos puntazos profundos y llenos de de odio con una “faca tumbera”.¡ Vas a aprender quien manda aquí, carajo!.
Ramón era fuerte, joven y muy “calentón”. Sus dos entradas a la prisión habían sido por hurto. Quería salir. Tenía dos hijos que lo necesitaban, pero como dice el refrán: “La cabra al monte tira” y a pesar de los ruegos de su mujer, volvía a caer en el delito Es cierto que por sus antecedentes le costaba mucho encontrar “laburo”, pero, también es cierto que no se esmeraba demasiado. Era más fácil “afanar”. Teresa, su mujer ya no cría en sus palabras. No se lo imaginaba, a Ramón en un trabajo honrado, pero algún día la virgen tendría que escucharla: Por los chicos principalmente. Para ella no pedía nada. Se unió a Ramón sabiendo lo que era, con la infantil creencia, frecuente en muchas mujeres, que podría cambiarlo. Ahora ya era tarde para quejarse.
Los médicos que lo atendieron al ingresar al sector de emergencias, no daban diez centavos por su vida: quemado en un 30% y  con “las tripas afuera”. Cuatro horas duró la intervención quirúrgica del abdomen, para suturar y poner las cosas en su lugar. Al salir de quirófano, Juan me dijo:” sinceramente no creo que este tipo viva con mucha suerte, más de setentas y dos horas.
Daba mucha tristeza ver diariamente a su esmirriada y ojerosa mujercita, que dos veces por días se presentaba a recibir informes de su marido
Una semana después de su ingreso seguía en estado crítico, a pesar de haberse detectado algunos progresos. Su médico Clínico el Dr.Arrieta, ponía el mayor empeño, para que no se descompensara y poder sacarlo de terapia intensiva. Ramón era un excelente paciente. Cumplía al pie de la letra las indicaciones médicas y jamás se quejaba, a pesar de la amplia superficie quemada y las dos grandes heridas quirúrgicas del abdomen que continuaban con drenajes.
̶ No se preocupe tanto Dr. Arrieta, porque no me voy a morir. No está en mis planes. Tengo mucho que hacer todavía.
̶ Ya lo creo respondió el médico. Tenés que terminar de criar a tus hijos y darle un poca de paz a esa pobre mujer, que a pesar de todo sigue a tu lado.
̶  Tiene razón, Dr., pero volver a una vida normal es casi imposible. La gente nos mira con mucha  desconfianza y tienen razón ¿Cómo les hacemos creer que no vamos a volver a “chorear”. Y por consecuencia, después de unos meses de necesidades que no pueden cubrirse, y los chicos que te miran con cara de hambre y tu mujer con odio, tenés que volver a las andadas o suicidarte.
Mucho de lo que decía Ramón era comprensible, pero también era cierto que nunca quiso aprender un oficio, que lo podría haber hecho en la cárcel de Bower. Tenía buena conducta, pero en su interior bullía el malandra. Hay etapas de la vida que dejan una impronta indeleble y Ramón se había criado en un ambiente muy malo, entre ladrones, asesinos y prostitutas
 Se había cruzado “fiero” con el “Negro Silverio” que estaba preso por asesinato y asalto a mano armada un verdadero” peso pesado”. Muchos guardias le temían y hacían “vista gorda”  de sus atropellos, porque era muy “taimado” y la vida propia o ajena  le importaba un carajo, por lo cual estaba siempre dispuesto a cualquier  alevosía.
Ramón lo evitaba, no quería problemas con nadie y no era cobarde, sino prudente. Ya no había códigos en las cárceles como años atrás.
A medida que pasaban las semanas su estado iba mejorando de manera lenta pero segura. Sus médicos estaban asombrados. El intenso deseo de vivir había logrado el milagro.
̶  Vio que no me iba a morir “dotor”
̶ Te salvaste “de pedo” Ramón. Sin duda tenés un Ángel de la   Guarda. Propio y muy activo.
̶ Mire, “dotor” a mi padre me decía siempre: mire m’ijo se muere el que se quiere morir. El que se entrega y no lucha. Pero cuando empezas poniendo “la pata” fuerte y le rezas a “San la Muerte” es difícil que te “cambien de barrio”.
̶No hables macanas Ramón, que te salvamos entre todos porque estabas casi con las dos “patas” metidas  en el infierno
̶  ya lo sé dotor , pero creame que es muy cierto que ha todo lo manda “la chiripiorca” y yo juré que no iba a morirme y ha visto que da resultado. El que lucha con fe puede y cuando “el Tata” baja el dedo, cagaste.
̶  Bueno, Ramón. Espero que todo lo que hicimos nosotros, el “Tata” Dios y “san la muerte” sirva  para que de la misma forma que luchaste para no morirte, lo hagas ahora para no entrar más a la cárcel, por tus chicos y tu mujer que demasiado ha sufrido, ya.
Ramón se quedo callado como dando a entender que la conversación había terminado. Así lo interpreto Arrieta y continuó con los otros pacientes que estaban a su cargo.
Habían pasado dos meses del día en Ramón guiñándole el ojo a la muerte entró al hospital. Su recuperación fue más rápida que lo esperado. Habían quedado secuelas graves de sus quemaduras sobre todo en la cara y el pecho que le daban un aspecto bastante desagradable y que solo numerosas cirugías estéticas podrían mejorar en parte.
̶  A donde quiere que vaya con esta cara “dotor” si antes no conseguía laburo, ahora menos. Solo puedo “servi  pa  asusta chicos” dijo lanzando una carcajada que tenía más de odio que de gracia.
Arrieta no respondió. Sabía que en gran parte Ramón tenía razón, si antes su vida había sido difícil, ahora sin duda todo había empeorado. Su mujer no podía evitar un gesto de dolor y de rechazo cada vez que lo visitaba y él lo percibía.
Veinte días después bajo fuerte custodia policial fue trasladado al penal de Bowers.Había sido cambiado de pabellón para que no se cruzara con Silverio, pero esa misma noche con la complicidad de otros presos artos del “Negro” y la “distracción” de un par de guardia, consiguió llegar al otro pabellón y sorprenderlo en el baño. Con los ojos desorbitados “el Negro Silverio” vio como una fiera se le lanzaba encima y antes de que pudiera intentar una mínima defensa, ya había recibido dos puñaladas. Tendido en el piso del baño en un charco de agua y sangre, ante la mirada indiferente de otros presos, mientras seguía hundiendo el cuchillo en una carne que iba quedando pálida y fláccida. Le decía al oído: Viste hijo de puta que iba a vivi pa matarte.El odio me mantuvo vivo. Y seguía clavando sin compasión el cuchillo en un hombre que ya estaba muerto.
Lo condenaron a prisión perpetua, no le importaba, era “carne de presidio”, pero había cumplido con su sueño de venganza y había sobrevivido porque se lo había propuesto.
Pequeño diccionario de lenguaje carcelario.

1)   Faca tumbera :Cuchillo hecho en la cárcel
2)   Calentón: nervioso agresivo.
3)   Afanar : robar
4)   Chorear :Robar
5)   Malandra :de mala vida
6)   Taimado: mañoso, mentiroso, traidor
7)   Chiripriorca: cerebro
8)    

domingo, 4 de marzo de 2018


La señorita Clemencia

Comenzaba a cursar el Segundo Grado en la escuela Mariano Moreno de nuestra Ciudad de Córdoba. Era un niño curioso con muchos deseos de aprender, lo cual heredaba de mi padre, un entusiasta lector. Mis materias preferidas eran: Historia y geografía.
Inicié un nuevo año escolar, lógicamente, con una nueva maestra: la señorita María Clemencia Rodríguez; señora en realidad, pero señorita Clemencia, para sus alumnos. En aquellos tiempos no se decía “la seño”, como se acostumbra ahora.
Desde los primeros días de clases se estableció una corriente de afecto y simpatía entre maestra y alumno. La encontraba parecida a mi madre lo cual influyó mucho en mí. Mi curiosidad, sin duda, influyó mucho en ella.
Me esmeraba en estudiar y hacer mis tareas. Quería ser el mejor de la clase, por satisfacción propia y también para agradar a mí maestra: a mitad de año ya éramos amigos. La Srta. Clemencia tenía una gran capacidad para hacer comprensible sus explicaciones, lo cual valorábamos mucho
Un fin de semana, para mi sorpresa, me invitó a pasar  el día sábado en su casa. Vivía en las afueras de la vieja ciudad de aquel entonces: en Barrio Argüello. Recuerdo que aquello se parecía mucho al campo, por sus extensas arboledas y antiguas casonas que en general se utilizaban para pasar los fines de semana. Ese día se festejaba el cumpleaños de su hijo mayor, de edad aproximada a la mía.
Balbuceando, por el entusiasmo que me embargaba, conté a mis padres mi gran noticia: ¡”La Srta. Clemencia me invita a su casa”! Esa noche papá lustró mis zapatos (solo se usaban en las grandes ocasiones) y mi madre preparó mi ropa. Pienso que estaba un poco celosa de la Srta. Clemencia.
Fue un día muy feliz. Me divertí mucho con los otros chicos invitados. Se habían preparado algunos juegos para la ocasión, pero faltó el futbol. No se podía jugar. Había niñas, también.
El afecto profundo, maestra, alumno, continuó imperturbable. Para mi cumpleaños me regaló un libro: “Etelredo Preston” de Francis Finn, el notable autor estadounidense de novelas para niños y adolescentes, que leí con entusiasmo en pocos días. En la primera página estaba escrita una simpática dedicatoria: “Al más conversador y curioso de mis alumnos”. Lamentablemente lo extravié, hace ya bastante tiempo, pero nunca olvidé las divertidas aventuras de Etelredo y lo que el libro significó para mí,
Al año siguiente nos fuimos, por razones de trabajo de mi padre, a vivir a Mar del Plata. Los primeros meses sentí duramente el cambio, el desarraigo, pero, pronto hice nuevos amigos y comencé a adaptarme a estar bajo otro cielo, en una ciudad de gélido invierno y cálido verano que nos permitía disfrutar de la playa y el mar. Las nuevas maestras, fueron muy buenas, pero ninguna reemplazó en mi corazón a la Srta. Clemencia.
El primer año nos escribíamos con cierta frecuencia; luego las cartas se fueron espaciando y finalmente cesaron. Debo confesar que noté muy poco la falta de correspondencia, mi mente estaba muy ocupada en una compañerita de trenzas rubias de la cual me había enamorado.
Varios años después regresé a Córdoba para estudiar medicina en la prestigiosa Universidad Nacional. Me afinqué en el viejo y mítico barrio Alberdi, a pocas cuadras del Hospital de Clínicas donde se vivía, aún con intensidad, la experiencia inolvidable de la bohemia estudiantil. Consiente, qué dependía de la ayuda de la familia para terminar mi carrera, me dedique a estudiar con ahínco, sin dejar por ello de concurrir algunos fines de semana a las peñas folklóricas, tan de moda en esos tiempos.
Trate de buscar algunos datos sobre la Srta.Clemencia, pero no pude obtener referencias de ella. En la escuela de mis primeros años, a la cual visité muy emocionado, me informaron,solamente,que hacía ya varios años que se había jubilado; que no vivía más en Argüello y desconocían su número actual de teléfono.Tampoco pude encontrarla en la guía telefónica, seguramente estaría registrado a nombre de su esposo, que yo desconocía, o tal vez, había olvidado.
Las arenas del tiempo fueron cayendo en el reloj de mi vida y llegó el ansiado momento de la graduación y de recibir mi diploma de médico.
Varios años después tuve la suerte de poder ingresar al Servicio de Clínica Médica de un prestigioso sanatorio. Era la época en que comenzaba el auge de las Obras Sociales, por lo cual todos los profesionales teníamos mucho trabajo.
Una tarde de octubre el Jefe de Servicio me pidió que antes de ver al próximo paciente de mi lista, subiera al segundo piso ante un requerimiento de enfermería. Después de unos veinte minutos regresé a mi consultorio, la secretaria había hecho ingresar a quien le correspondía el turno. Al entrar me encontré con una anciana de cabellos blancos y ojos llorosos, lo cual era frecuente de ver en los pacientes longevos, que me miraba fijamente. Mi corazón la reconoció antes que mis ojos y mi mente ¡La Srta. Clemencia estaba ahí! ¡Frente a mí!, con el rostro iluminado, a pesar de las lágrimas, por su dulce y maternal sonrisa ¡Cuantos recuerdos pasaron en segundos por mi mente! ¡Cuántos reproches sentí que me atenaceaban, por no haber puesto el empeño suficiente en encontrarla!.Noté que gruesas gotas de sabor salino corrían, por mis mejillas.
El destino, supremo hacedor de sorpresas, que cruza caminos y modifica vidas, la había traído nuevamente a mi existencia, sobre su mágica alfombra de cuentos y sueños. Estaba enferma, muy enferma, albergando en su frágil cuerpo un demonio que roía sus entrañas.
 Tuve el honor y el gran  dolor, de asistirla durante sus dos últimos años de vida, hasta que Dios decidió llevarla al “otro barrio”, al de las almas nobles. No partió sola. La acompañó la imagen de un niño flaco, de orejas grandes, rodillas lastimadas por el futbol del potrero, que portaba en sus manos un libro, en el cual en grandes letras doradas se leía: “Etelredo Preston.”