FRANCESCA
Cuando llegué
a la Provincia de Reggio Calabria, una soleada mañana del otoño europeo, sentí
que comenzaba a hacer realidad un viejo y anhelado sueño: visitar la casa donde
nació y vivió mi madre junto a mis abuelos, allá por el año de mil novecientos
cinco, en el pequeño pueblo de Meliccucá que emerge como una mancha de cal,
ladrillos y tejas en el paisaje rural del sur de Italia, entre montañas,
bosques y el azul del Mar Tirreno.
Desde niño
escuché muchas veces los recuerdos que guardaba mi madre de su pueblo natal:
del crudo frio del invierno y el fuerte calor del verano; del trabajo del nono
Antonio; de sus hermanos, Rosario, Vicente y Fortunata, todos mayores que ella,
pero siempre en sus relatos, había alguna referencia a la Fontana Di Tocco
situada frente a la puerta de su casa, en una callejuela muy angosta, empedrada,
común en las antiguas ciudades y pueblos europeos, donde ella solía jugar con
sus hermanos y los niños vecinos. Recordaba con afecto a Anunciata y María que
jugaban poco y lloraban mucho.
En el año mil
novecientos trece, en una Italia empobrecida, semi feudal, convulsionada, al
borde de “La Gran Guerra”, la familia de don Antonio y Catalina, emprendió su largo y épico viaje,
cruzando casi toda la península, hasta llegar a Génova donde embarcaron hacia su nuevo hogar: La Argentina de la promesa de paz y trabajo, donde los esperaban
otros calabreses con los brazos abiertos y el pan en las manos. Nunca más
regresaron, por cosas de la vida, pero siempre vivió en ellos, Meliccucá, allí,
en el arcón de la nostalgia que guardan en un rincón del alma, todos los
inmigrantes.
Aterrizamos
en el modesto aeropuerto de Reggio Calabria, capital de la provincia del mismo
nombre. Un taxi nos trasladó al hotel en que habíamos reservado nuestro
alojamiento. Desde el balcón de la habitación que ocupábamos, por sobre los
tejados y terrazas, con masetas cubiertas de flores,a pesar del otoño, se podía
ver el mar y el Estrecho de Messina que separa Calabria de Sicilia. El aroma
salobre del Tirreno llegaba a mis sentidos y a mi alma. Ya estaba cerca, muy
cerca de la casa de mi madre Pronto emprenderíamos lo que era para mí, una peregrinación
hacia mis orígenes.
El destino (o
no sé qué, o quién), puso en mi camino a
un ser humano muy especial, Pascuale, el que acompañado de su esposa, una
bonita rusa de porte típicamente eslavo, nos llevó en su automóvil a Meliccucá,
distante a cincuenta kilómetros de la capital; pequeño valle que emerge, entre
plantaciones de olivos y pinares, en la vertiente norte de las montañas del
Aspramonte .
Llegamos en
horas de la siesta, creo a las tres de la tarde, (luego de habernos perdido
buscando el camino). El pueblo dormía. Solo unos pocos animosos se reunían en
las veredas, para intercambiar opiniones y contarse sus problemas familiares y cotidianos.
Comprendí, que en ese momento estaba allí, donde
lo soñé muchas veces. Que esos viejos “Tanos” que me señalaban con dedos deformes
por el reuma, los años y el trabajo rudo, el lugar donde encontraría la fontana:
eran todos familiares míos. Así lo sentía y tal vez, así ellos lo sintieron,
cuando les dije mi apellido materno con décadas de historia en el pueblo.
Allí estaba firme
desde hacía un par de siglos y todavía vertía chorritos de agua, ¡La fontana Di
Tocco! y frente a ella, mirándome como si me diera la bienvenida: la casa de mi
madre.
Hay emociones
que son muy difíciles de describir y esta era una de ellas. Descendí del auto
de Pacuale, tratando de grabar y absorber por todos mis sentidos, lo que me rodeaba.
Llamé a la
puerta (antigua puerta con postigos en su mitad superior) a través de la cual
se percibía luz. Pocos minutos después abrieron y una pequeña figura apareció
en ella: muy anciana, encorvada, de ojos intensamente azules… y totalmente
lúcida. Me miró con curiosidad. Le pregunté si tenía el mismo apellido de mi
madre. Movió su blanca cabeza afirmativamente. Emocionado, le dije que también
era el mío. Levantó su pequeña mano y haciendo una V con dos de sus delgados y
ajados deditos, me pregunto: ¿”Con Doppio D”? Al decirle que si, con voz
temblorosa, me abrazó sollozando. Me abrió la puerta de su casa, y por fin,
pisé, el suelo donde había visto la luz, mi madre.
La anciana,
me dijo que se llamaba Francesca, que tenía noventa y nueve años y que estaba
muy emocionada. Afortunadamente había entrado Pascuale, su esposa y la mía:
todos lagrimeaban. La presencia de Pascuale,fue fundamental, porque hizo de traductor.
Era muy difícil entender el dialecto calabrés, que hablaba Francesca. Así pude
saber que ella, era hija de un primo hermano de mi nono. Recordaba, que cuando
era niña le habían contado que el tío Antonio se había ido a La Argentina con
sus hijos; Vivía sola, pero su hija y
todos los vecinos eran su familia.
Con una
lucidez sorprendente para su avanzadísima edad, nos habló de su vida, de sus recuerdos,
y mostró fotos de sus hijos, cubriéndole el rostro un velo de tristeza cuando
señaló, a los que habían muerto. Además,
¡Lo increíble! Estaba tejiendo una puntilla con aguja Crochet.
Varias
vecinas se acercaron, con curiosidad lógica, para saber que pasaba en casa de
Francesca, donde veian un inusitado movimiento. Ella, con su suave y dulce voz
les explicó que yo era un pariente que había venido de América, para ver la casa donde había nacido “sua
mama”
.El sol ya se
ponía, tiñendo de rojo las nubes en el poniente: debíamos partir, regresar.
Había terminado mi peregrinación. Atrás quedaban la inolvidable Francesca, la vieja
casa materna, la Fontana di Tocco... y
Melicuccá. Mi anhelo se había cumplido, había encontrado parte de mis
raíces. Ahora solo me quedaba complacerme de mis recuerdos; de los inolvidables
momentos que había vivido.