Vistas de página en total

sábado, 6 de agosto de 2016

FRANCESCA

FRANCESCA


Cuando llegué a la Provincia de Reggio Calabria, una soleada mañana del otoño europeo, sentí que comenzaba a hacer realidad un viejo y anhelado sueño: visitar la casa donde nació y vivió mi madre junto a mis abuelos, allá por el año de mil novecientos cinco, en el pequeño pueblo de Meliccucá que emerge como una mancha de cal, ladrillos y tejas en el paisaje rural del sur de Italia, entre montañas, bosques y el azul del Mar Tirreno.
Desde niño escuché muchas veces los recuerdos que guardaba mi madre de su pueblo natal: del crudo frio del invierno y el fuerte calor del verano; del trabajo del nono Antonio; de sus hermanos, Rosario, Vicente y Fortunata, todos mayores que ella, pero siempre en sus relatos, había alguna referencia a la Fontana Di Tocco situada frente a la puerta de su casa, en una callejuela muy angosta, empedrada, común en las antiguas ciudades y pueblos europeos, donde ella solía jugar con sus hermanos y los niños vecinos. Recordaba con afecto a Anunciata y María que jugaban poco y lloraban mucho.
En el año mil novecientos trece, en una Italia empobrecida, semi feudal, convulsionada, al borde de “La Gran Guerra”, la familia de don Antonio y  Catalina, emprendió su largo y épico viaje, cruzando casi toda la península, hasta llegar a Génova donde embarcaron  hacia su nuevo hogar: La Argentina de la  promesa de paz y trabajo, donde los esperaban otros calabreses con los brazos abiertos y el pan en las manos. Nunca más regresaron, por cosas de la vida, pero siempre vivió en ellos, Meliccucá, allí, en el arcón de la nostalgia que guardan en un rincón del alma, todos los inmigrantes.
Aterrizamos en el modesto aeropuerto de Reggio Calabria, capital de la provincia del mismo nombre. Un taxi nos trasladó al hotel en que habíamos reservado nuestro alojamiento. Desde el balcón de la habitación que ocupábamos, por sobre los tejados y terrazas, con masetas cubiertas de flores,a pesar del otoño, se podía ver el mar y el Estrecho de Messina que separa Calabria de Sicilia. El aroma salobre del Tirreno llegaba a mis sentidos y a mi alma. Ya estaba cerca, muy cerca de la casa de mi madre Pronto emprenderíamos lo que era para mí, una peregrinación hacia mis orígenes.
El destino (o no sé qué, o quién), puso en mi camino  a un ser humano muy especial, Pascuale, el que acompañado de su esposa, una bonita rusa de porte típicamente eslavo, nos llevó en su automóvil a Meliccucá, distante a cincuenta kilómetros de la capital; pequeño valle que emerge, entre plantaciones de olivos y pinares, en la vertiente norte de las montañas del Aspramonte .
Llegamos en horas de la siesta, creo a las tres de la tarde, (luego de habernos perdido buscando el camino). El pueblo dormía. Solo unos pocos animosos se reunían en las veredas, para intercambiar opiniones y contarse sus  problemas familiares y cotidianos.
Comprendí, que en ese momento estaba allí, donde lo soñé muchas veces. Que esos viejos “Tanos” que me señalaban con dedos deformes por el reuma, los años y el trabajo rudo, el lugar donde encontraría la fontana: eran todos familiares míos. Así lo sentía y tal vez, así ellos lo sintieron, cuando les dije mi apellido materno con décadas de historia en el pueblo.

Allí estaba firme desde hacía un par de siglos y todavía vertía chorritos de agua, ¡La fontana Di Tocco! y frente a ella, mirándome como si me diera la bienvenida: la casa de mi madre.
Hay emociones que son muy difíciles de describir y esta era una de ellas. Descendí del auto de Pacuale, tratando de grabar y absorber por todos  mis sentidos, lo que me rodeaba.
Llamé a la puerta (antigua puerta con postigos en su mitad superior) a través de la cual se percibía luz. Pocos minutos después abrieron y una pequeña figura apareció en ella: muy anciana, encorvada, de ojos intensamente azules… y totalmente lúcida. Me miró con curiosidad. Le pregunté si tenía el mismo apellido de mi madre. Movió su blanca cabeza afirmativamente. Emocionado, le dije que también era el mío. Levantó su pequeña mano y haciendo una V con dos de sus delgados y ajados deditos, me pregunto: ¿”Con Doppio D”? Al decirle que si, con voz temblorosa, me abrazó sollozando. Me abrió la puerta de su casa, y por fin, pisé, el suelo donde había visto la luz, mi madre.
La anciana, me dijo que se llamaba Francesca, que tenía noventa y nueve años y que estaba muy emocionada. Afortunadamente había entrado Pascuale, su esposa y la mía: todos lagrimeaban. La presencia de Pascuale,fue fundamental, porque hizo de traductor. Era muy difícil entender el dialecto calabrés, que hablaba Francesca. Así pude saber que ella, era hija de un primo hermano de mi nono. Recordaba, que cuando era niña le habían contado que el tío Antonio se había ido a La Argentina con sus hijos;  Vivía sola, pero su hija y todos los vecinos eran su familia.
Con una lucidez sorprendente para su avanzadísima edad, nos habló de su vida, de sus recuerdos, y mostró fotos de sus hijos, cubriéndole el rostro un velo de tristeza cuando señaló, a los que habían muerto. Además,  ¡Lo increíble! Estaba tejiendo una puntilla con aguja Crochet.
Varias vecinas se acercaron, con curiosidad lógica, para saber que pasaba en casa de Francesca, donde veian un inusitado movimiento. Ella, con su suave y dulce voz les explicó que yo era un pariente que había venido de  América, para ver la casa donde había nacido “sua mama”
.El sol ya se ponía, tiñendo de rojo las nubes en el poniente: debíamos partir, regresar. Había terminado mi peregrinación. Atrás quedaban la inolvidable Francesca, la vieja casa materna, la Fontana di Tocco... y  Melicuccá. Mi anhelo se había cumplido, había encontrado parte de mis raíces. Ahora solo me quedaba complacerme de mis recuerdos; de los inolvidables momentos que había vivido.