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viernes, 14 de marzo de 2014

LA PROSTITUTA Y EL MARFAN


Estaba cansado y la fría tarde de otoño invitaba a una taza de humeante café. Caminaba por el antiguo y tradicional barrio de Alta Córdoba, en las proximidades del ex Ferrocarril Belgrano, que mostraba la vieja estación (donde de niño solía jugar mi padre) prolijamente remozada, con un buen lavado de cara, que la exhibía como un elegante mamparo de la nada, porque los trabajos de remodelación para rehabilitarla y permitir nuevamente la llegada de trenes,  habian quedado inconclusos hacia varios años,algo común en nuestro país con la obra pública, y así, se fue convirtiendo año tras año, en uno de los símbolos, en esta ciudad, de la corrupción sin límites que nos azota sin piedad desde hace demasiado tiempo.
      Era un bodegón de aquellos típicos de los años treinta, que en muchos casos solía ser el segundo domicilio de asiduos concurrentes. Paredes descascaradas pintadas de color azul claro con brochazos improlijos y cargados de pintura de mala calidad, pisos de gastadas baldosas de color amarillo claro con guardas negras que apenas se podían distinguir, mesas de madera con gruesas patas torneadas, que alguna vez estuvieron lustradas y manteles de hule cuadriculados de colores azul y rojo. Dos grandes ventanas (que sin duda habían sido reformadas), se abrían hacia la calle jerónimo Luis de Cabrera como siempre muy transitada por peatones y vehículos.
     El boliche (palabra de significado muy diferente al actual) estaba muy concurrido. Era sábado, a una hora en que la tarde ya mostraba las últimas luces del día en un cielo de color rojizo con pinceladas anaranjadas que se perdían por el occidente, anunciando la llegada del crepúsculo.
      Varios de los concurrentes se agrupaban frente a un televisor mirando las incidencias de un partido de fútbol: gritando, aplaudiendo o puteando, según las contingencias del juego.Un gato de hermoso pelaje dorado se paseaba entre las piernas de los clientes con un suave maullido, como dándoles la bienvenida e invitándolos a regresar.
     Siempre me sentí atraído por los antiguos bares "boliches" o "cafetines"(según  el diccionario lunfardo porteño básico) ante la certeza de que encerraban muchos sucesos de vida en sus entrañas y que sólo había que saber buscarlos, donde: detrás del mostrador, debajo de las mesas, en los viejos ladrillos de sus muros, en las confidencias de un mozo cansado ya de la bandeja, en la máquina del express o en los posillos de café, blancos alineados y relucientes.
      Tuve, sin duda, mucha suerte al tropezar con una de ellas. Una de las historias ocultas, sin tener que buscar demasiado, lo que confirma mi teoría de que lugares como aquel estaban lleno de voces que pugnaban por salir de su prisión de ladrillos y cemento.
      Desde mi mesa trataba de encontrar al mozo, para hacerle señas de que me atendiera. Cuando lo encontré ocupado con otros clientes. Al observarlo no pude menos que quedar sorprendido. Tenía casi la certeza de estar en presencia de un Síndrome de Marfan ¿Ustedes se preguntarán qué es esto? Debo aclarar que soy médico y me he estado refiriendo a una enfermedad genética muy poco frecuente de ver, que se caracteriza entre otras manifestaciones por ser, individuos altos, muy delgados con brazos y dedos de las manos muy largos, escoliosis (joroba) mandíbula inferior pequeña y retraída, todo lo cual le da un aspecto simiesco. Se encuentran afectados también otros órganos vitales : corazón, pulmones y ambos ojos con gran dificultad en la visión, pero su inteligencia es normal y permanece intacta durante toda su vida, que no es larga..
     Al verlo cambie inmediatamente de idea. Necesitaba algo un poquito más complejo para poder tenerlo unos minutos cerca mío. Me decidí por un sándwich, una latita de cerveza y maníes: quería ver sus manos.
     Se acercó a mi mesa con su andar bamboleante, inseguro, tratando de equilibrar sus desproporciones esqueléticas.Traté de disimular el interés que me causaba para no molestarlo, aunque, tal vez, ya estuviera acostumbrado a las miradas curiosas de quienes no lo conocían.
     Seguramente no conseguí mi propósito, porque me sonrió como diciéndome "no se preocupe". Le comenté, en forma de disculpa, que era médico y que un caso como el suyo no se veía con frecuencia. Asintió con un movimiento de cabeza, me dijo que se llamaba Atilio y se retiró a atender mi pedido.
     Mientras esperaba, sus manos y sus larguísimos dedos ocupaban mi pensamiento, los cuales, como nos habían dicho nuestros viejos maestros parecían realmente, patas de arañas (con un poco de imaginación, por supuesto).
     Llegó un rato después con lo ordenado. Estaba menos cohibido. Dejó en mi mesa los sandwichs y la cerveza, entonces me lanzó a quemarropa una pregunta: "Si yo conocía a alguien que pudiera ayudarlo en su enfermedad dada mi condición de médico". Pregunté quienes lo habían atendido. Como era de esperar, dado lo poco frecuente de su caso, había sido estudiado por colegas experimentados en el tema. Prometí hacer algunas averiguaciones y el me dio su teléfono: "por las dudas". No se lo veía angustiado, diría más bien esperanzado en encontrar algún tipo de mejoría a sus problemas cardíacos y pulmonares que lo limitaban en su tarea diaria
     Estuve un largo rato observando a Atilio trabajar e indudablemente su labor no era la adecuada para un hombre como él. Trabajar de mozo en un lugar concurrido es bastante pesado fundamentalmente en las horas de mayor afluencia. Todo el mundo tiene apuro en ser atendido y el pobre empleado necesita multiplicarse ante la impaciencia de los clientes.
     Ya era de noche y seguía imbuido en mis pensamientos. Había notado que el dueño del bar, que se ocupaba de la máquina de café y la caja, se mostraba muy condescendiente con Atilio. Se notaba que había afecto entre ambos ¿Serian parientes, solamente amigos? ¿Tal vez el padre ?. Si bien la enfermedad es hereditaria puede saltear alguna generación.
     Una mujer joven entró al local, rompiendo la monotonía de un lugar casi exclusivo de hombres. Su vestimenta y arreglo personal mostraban con claridad su profesión: una de las tantas prostitutas que ocupan las esquinas de esa zona de alta Córdoba en las proximidades de los hoteles y restaurantes. Caminaba con paso resuelto hacia la parte posterior del local donde se encontraba el sector de la cocina. No se detuvo ante nadie. Atilio la siguió con la mirada y en cuanto pudo fue tras ella. Se encontraron en lo que podríamos denominar la antecocina la cual se situaba en dirección a mi mesa. Se podía ver desde mi ubicación un muy largo mostrador y una vieja heladera color madera de seis puertas,común, hace muchos años en las carnicerías y despensas de barrios, estantes con botellas y cajas con diversas mercaderías en perfecto orden.
     Atilio llegó presuroso. Se tomaron las manos, aparentemente sin hablar durante unos pocos minutos. Él acaricio su cara, recorriendo con suavidad del contorno del rostro pintarrajeado, con sus largos y deformes dedos. Ella lo miraba, tal vez con afecto y compasión posando la mano derecha sobre la cabeza semi calva. de Atilio.Él le entregó un paquete, que seguramente tenía ya preparado.Ella agradeció con un abrazo y un beso en la mejilla y salió tan de prisa como había llegado. El trueque, tan viejo como el mundo, continúa funcionando en la gran feria de la humanidad. Ella recibió pan para su cuerpo, el unas migajas para su alma
     Pasó a mi lado y me dirigió una mirada profunda, inquisitiva. Seguramente Atilio le había hablado de mí. Luego se sumergió en la fría oscuridad de la calle, transitada por apurados seres anónimos, esperando de que alguno requiriera sus servicios y venderle un poco de placer a bajo precio: "La vida es dura arriba del pescante", decía el gran Homero Manzi.
     Me retiré del lugar luego de reiterar la promesa de averiguar sobre el estado actual del tratamiento para esta rara e invalidante afección.
     lamentablemente, como escritor estaba satisfecho, al haber encontrado una historia verídica de la vida cotidiana, aquella, que transitamos diariamente sin mirar a los costados... y tener la suerte de poder contarla