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sábado, 13 de agosto de 2011

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UN TAL ALBERTO MUÑOZ




A
lberto era conciente de que en un pantano, no nace un lirio. Quien viene al mundo y se cría en una villa miseria entre: la escoria, la marginalidad, y las drogas, está en forma permanente con un pie en ella, y el otro en la cárcel, o en el cementerio.
Había conocido a Julia, y quería huir de allí, quería salvarse. Lejos de su padre, borracho, vago, y pendenciero y de una madre también embrutecida por el alcohol y las “tundas” que con frecuencia le propinaba su marido, y también de sus hermanas que aun adolescentes, ya habían iniciado en el sórdido camino de la prostitución.
Tal vez con suerte pudiera rescatar a los dos varones más chicos, “changuitos” todavía que a pesar de ser niños ya “ratereaban” instigados por su progenitor.
Con veintitrés años era el mayor de ocho hermanos: cinco varones y tres mujeres. Uno de los más grandes, Pedro, había muerto dos años atrás atropellado por un automóvil en la avenida Maipú, con un bolso que había arrebatado... aferrado fuertemente a sus manos.
La villa era una selva y había que salir de ella, antes de que la misma lo devorara.
Julia era sin dudas, una buena chica. A los dieciocho años, tuvo que dejar su Cruz del Eje natal, desde hacia mucho tiempo azotada: por la desocupación y la miseria.Tuvo suerte, de haber conseguido trabajo como empleada doméstica (cama adentro), en casa de un matrimonio de personas mayores radicados en Barrio Júnior. La trataban bien, no podía quejarse y la comida no era mala, al menos mucho mejor, que la que recibía en casa de su madre. El escaso sueldo que percibía lo enviaba casi todo a su familia, para ayudar en la crianza de sus tres hermanos menores. Su padre estaba, como se suele decir, “borrado” desde hacía un par de inviernos, y había que sacar adelante a los chicos, tratar de que aprendieran un oficio, apartarlos del camino sin retorno de la delincuencia. Por eso Julia gastaba menos que un piamontés. Ahorrar era la consigna y motivación de su vida.
Conoció a Alberto en un baile de cuartetos, en el corazón de San Vicente, donde concurren, los pobres, los que nada tienen, y los jóvenes de clase acomodada, mezcla rara de esnobismo y rebeldía.
La conquistó su apostura, su “cancha” para el baile, además era cordial y cariñoso, algo a lo que ella no estaba acostumbrada. En poco tiempo fueron pareja, y tuvo la certeza de que a su lado tenía un hombre, que estaría con ella en las buenas y en las malas. Alberto estaba “metejoneado” y eso la hacía sentir feliz. Probablemente era la primera vez en su vida, que experimentaba ese escozor interno, que alguien allá, en los albores del tiempo, denominó felicidad: la soñada y esquiva felicidad
El trabajo era cada día más escaso; muchos en la villa, que al igual que Alberto trabajaban en la construcción, ahora vivían del “cirugeo”, y los más de la delincuencia. Los capos villeros presionaban, se estaba con ellos, o en contra de ellos. La situación se tornaba muy peligrosa, y Alberto lo sabía.
Pasaba las noches sin dormir, pensando en Julia, y en la forma de salir de allí. El hacinamiento, y el olor agrio que llenaba el ambiente único en que dormían todos, le producía nauseas, los ronquidos de su padre, borracho a perpetuidad, y otros ruidos nocturnos, propio de seres entregados al descanso, le resultaban intolerables. Sin lugar a duda había cortado con la vida miserable a la que había estado condenado.
Una patota regresaba rugiente, arrojando andanadas de palabras obscenas y piedras que hacían gemir las chapas. El infaltable coro de perros, la mayoría flacos y sarnosos ponían el marco adecuado a esa postal de la miseria
El día estaba soleado y fresco, pero las calles eran un verdadero lodazal, consecuencia de un fuerte chaparrón que había caído en la madrugada.
Alberto maldijo, quería ponerse su mejor jeans y las zapatillas nuevas.Para salir a buscar trabajo, había que tratar de parecer lo menos villero posible si se quería tener alguna posibilidad de éxito, además trataría de ver a Julia, siempre y cuando sus patrones, le permitieran charlar un ratito. Cuando nada se tiene, hasta para sentir la caricia de una palabra hay que andar asustado y con permisos.
Caminó mucho, recorrió varias obras en construcción en el barrio de Nueva Córdoba, que se caracterizó siempre por su empuje edilicio. La mayoría de las construcciones estaban paralizadas, a causa de la gran crisis económica y social que se vivía en la primavera del año 2002. En las pocas en que continuaban trabajando, los obreros sobraban. Su insistencia por la necesidad imperiosa que tenía de trabajar, le valió palabras duras y gestos casi obscenos por parte de los capataces.
Abatido, llevando el ánimo cargado como una pesada mochila sobre los hombros, llamó a Julia desde una cabina, quien le respondió con tristeza que no podía verlo. Tenía que acompañar a la señora a realizar algunas compras y eso le llevaría toda la tarde. Sintió que la angustia le pateaba las entrañas: realmente era un mal día.
El reloj marcaba la una de la tarde. Sintió hambre, pero no quería volver al pozo de sombras de la villa, que lo destruía. Compró pan criollo, una manzana y se sentó en la plaza España, para hacer su almuerzo. Ensimismado en sus pensamientos, no notaba las palomas, que revoloteaban sobre él por unas migajas de su pan, Su mirada estaba fija, sobre los chicos andrajosos y famélicos, que se abalanzaban sobre los autos en los semáforos, para limpiar los parabrisas, por unas monedas, o un insulto. Su mente estaba lejos, muy lejos, tratando de encontrar un lugar en el mundo para él, y para Julia.
Las horas pasaron en forma vertiginosa. Transportado por las alas de la esperanza, se sumió en un mundo de fantasías, mientras el tibio sol de la tarde acariciaba su esmirriado y sufrido cuerpo. Por momentos sintió dentro de él algo muy parecido al bienestar, a la paz.
Al atardecer regresó a la villa. Sus tortuosas callejuelas, aun permanecían barrosas, y llenas de las piedras sueltas que arrastraban los riachos que se formaban entre los ranchos, cuando las lluvias eran intensas.
La patota que había irrumpido la noche anterior, estaba reunida, en una esquina a una cuadra de la casucha, donde él vivía. Compuesta casi en su totalidad por adolescentes, la mayoría de ellos estaban ya alcoholizados, mientras otros, niños todavía, aspiraban “fana” para estimularse. Dio un rodeo, no quería toparse con nadie, debía evitar todo tipo de provocación.
Apartó la lona que hacía las veces de puerta, y la entrar vio a su madre tratando de preparar algo de comida. Le costaba mantenerse en pie, cada día tenía más dificultad para caminar y de noche se quejaba de ardor y quemazón en las piernas. “Es por el alcohol” le habían dicho en el hospital, pero ya era demasiado tarde para liberarse del mismo y sus consecuencias
Se tiró en su camastro, cerró los ojos, quería dormir. El día había sido pródigo en frustraciones, y ansiaba que terminara, con la esperanza puesta en un nuevo amanecer. Mañana será distinto, se decía en voz muy baja, dándose ánimo, tratando de tomar confianza en su famélico futuro
Llegaron sus hermanos, hablando a los gritos. Se sentaron a comer el guiso hecho, a duras penas por su madre, riendo a carcajadas de las aventuras rateriles que habían tenido durante el día. Sintió un profundo dolor interior, al ver con claridad, que los chicos eran irrecuperables, por lo menos mientras viviera su padre, que constantemente sembraba basura en sus corazones. Cuanto daño había hecho ese viejo maldito. Cuantas veces deseó, con todas sus fuerzas que muriera en una de sus borracheras, o se cruzo por su mente la idea de asesinarlo… y no tuvo valor para ello. El sueño llegó y se entregó a él, tapándose hasta la cabeza con su raída frazada.
Se despertó sobresaltado, creyó que era una pesadilla, pero al ver a su familia en pie, y alarmada, comprendió que estaba despierto, que vivía una realidad.
Sirenas policiales, reflectores, órdenes dadas por altavoces, disparos, y el ladrido de los perros de la policía, y de los locales, conformaban una atmósfera de terror. Una nueva redada en la villa, pero esta parecía más severa, y con más despliegue, que otras que habían vivido. Buscaban peces gordos seguramente...y flacos también.
Él estaba “limpio”, pero no su familia, y tuvo miedo......mucho miedo, de ser detenido, que no creyeran en su honradez, (quien le cree a un villero), de pasar un tiempo entre rejas, de no ver a Julia, de no poder buscar trabajo...de ser golpeado.
Disimuladamente, se acercó a una ventana, y salió por ella sin que lo notaran sus hermanos. Se sumergió en la noche, en esa noche violada: por los fogonazos de las armas de fuego, los gritos, los insultos, y las balizas de los patrulleros.
En el veredón del “Patio Olmos”, vende artesanías que el mismo diseña, con dedicación, constancia y talento; no le va mal, puede “pucherear” con ello. A Julia hace muchos meses que no la ve, ni sabe de ella. Al parecer tuvo que viajar urgente a Cruz del Eje, por razones de salud de su madre; o lo más probable, huyendo de un lisiado, impotente sexual, condenado a perpetuidad a una silla de ruedas, por una bala policial que lesionó su médula espinal aquella fatídica noche de la “razzia, hace poco más de un año.
Vive en una casa para discapacitados, sostenida por una organización de caridad, donde recibe atención y afecto.
Salió de la villa, pero la selva y el pantano le cobraron un alto precio: se devoraron todos sus sueños...y la mitad de su cuerpo.