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domingo, 24 de septiembre de 2017

  El loco Manucho 


La noche era lluviosa y fría. El loco Manucho, apodo por el que lo conocían desde los años en que vivía en la calle, buscaba un refugio que le permitiera guarecerse de la helada llovizna que lo castigaba. Fijo su mirada en una casa abandonada hacía mucho tiempo. La conocía por haber pasado varias veces frente a ella. Sus ruinosas paredes siempre le habían atraído, y pensaba que en algún momento la demolerían. Le dolía y no sabía porque. Conocía de una ventana rota por la cual sería fácil entrar. Logro abrirla sin mayor esfuerzo. Encendió una linterna que siempre llevaba con él, indispensable en la vida de un linyera. El panorama no podía ser peor: mugre de años, arañas, sus telas cubrían parte del cielo raso, cucarachas, hormigas, pedazos de mampostería, todo cubierto por una fina capa de polvo… olor a humedad, a cueva refugio de felino, a muerte.
      Superó el miedo que le causó la primera impresión…Lo había invadido la curiosidad. Subió con precaución por una escalera derruida, de madera húmeda y podrida que podía desmoronarse aún con el peso de su esmirriado cuerpo. Una ráfaga de viento helado penetro por una ventana sin vidrios como si fuera un presagio para que no siguiera avanzando: el clima había empeorado. Al llegar a la planta alta, tan calamitosa como la baja, de  una casa que debió haber sido de gente rica, en su tiempo, le pareció ver una pintura del rostro sonriente de una mujer de mediana edad. Enfocó nuevamente su linterna…y ya no estaba: “debe ser la ginebra y el pedo que tengo encima” dijo en voz alta, como queriendo escucharse a sí mismo para mitigar la  lúgubre soledad que lo envolvía. Quedó un rato pensativo, dudando de lo que había visto, pero en la difusa luz que se filtraba desde la calle desolada, por el viento y la lluvia, volvió a ver el rostro de la mujer que lo miraba. Nuevamente la curiosidad pudo más que el miedo y se acercó con la mano extendida para tocarla. Solo encontró una pared descascarada y con profundas y anchas grietas. Estaba confundido y temeroso.
     Se sintió cansado, sin fuerzas, las piernas le pesaban mucho, tal vez por la ropa mojada. Aparto con el pie pedazos de escombros y se sentó entre la mugre apoyando su espada contar la pared. “Porqué no salgo corriendo de está tumba”, pensó, sin obtener respuesta de su mente embotada. Lamentó no tener a su lado a su fiel perro “Capitán” que lo había acompañado tantos años y al que se llevó la muerte, por viejo y enfermo, hacía unos pocos días.
      Sintió que sus ojos lentamente se cerraban: el frío, el hambre y el alcohol lo habían agotado. Las ratas que pasaban muy cerca de él no le molestaban, ya las conocía. Supo dormir en lugares peores.
Su mente se envolvió en tinieblas. En sus sueños veía, como a través de un vidrio empañado, a un muchachito muy joven encerrado en una habitación y que rompía todo lo que estaba a su alcance con furia incontenible. Escuchaba voces que gritaban: “está loco, está loco”. Una mujer que tenía aspecto de enferma estaba  sentada en una mecedora al lado de una amplia ventana, recibiendo el escaso calor de un débil sol de otoño. Después volvió a ver al muchachito que ya no se encontraba encerrado. Vagaba  por un amplio jardín junto a otros seres que parecían autómatas deambulando sin sentido, como si estuvieran extraviados.
      Se despertó tosiendo, transpirado. Sentía mucho frio, pero su frente ardía. Supo que tenía fiebre. Quiso levantarse y no pudo. Tenía una sed intensa, por suerte en la bolsa con sus harapos, además de la ginebra, tenía una botella con agua. A pesar del temblor que lo agitaba y la tos cada vez más intensa, volvió a caer en un pesado sueño. Nuevamente percibió a  los hombres en el jardín caminando sin rumbo. Nuevamente la mujer de la mecedora, ahora tendiendo la mano. Su rostro lo sobresalto: era la señora del cuadro que trataba de retenerlo. Escuchó como en un murmullo “Manuel, Manuel, no te vayas .No dejes que te lleven. Esta es tu casa has regresado, hijo.
      Dos días después, Manucho, había fallecido. Encontraron su cuerpo, por la denuncia de un vecino que había escuchado ruidos y voces, rodeado de su peculiar cortejo fúnebre de insectos y ratas Estaba tendido: con los ojos muy abiertos en un gesto de asombro, un brazo estirado con la mano fuertemente cerrada, crispada, como asida a algo que no quería perder, y un esbozo de sonrisa en sus labios exangües.