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domingo, 11 de septiembre de 2011

viernes, 9 de septiembre de 2011

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ALBERT


Numeroso público se había reunido y conversaba animadamente, frente al escenario del anfiteatro al aire libre donde se realizaría, como todas las noches, el show que ofrecía a sus huéspedes el Hotel San Luís, en la exótica isla de San Andrés, en pleno Caribe colombiano, frente a las costas de Nicaragua

La noche tenía la calidez y los aromas del trópico; distintas fragancias de frutos y flores eran transportados por la suave brisa salobre que venía del mar. La noche era luminosa y el firmamento estaba cubierto de estrellas parpadeantes, que se asociaban a la sensación de bienestar y alegría que invadía a los presentes, ayudados sin dudas por los “tragos” que provenían del pequeño bar ubicado en uno de los extremos del predio, cuyos barmans, trataban de complacer siempre a sus clientes, con los cócteles más exóticos.

Muy puntual, exactamente a la 22horas (10 PM en San Andrés) se corrió el telón e hizo su aparición un quinteto musical, denominado Royalty, provenientes de Jamaica. Cuatro de ellos: negros (como la inmensa mayoría de la población caribeña).El baterista muy joven, y muy bueno con sus instrumentos, era el único blanco.

El cantante del conjunto, sobresalía sobre el resto de los integrantes, no solo por su altura, sino por sus características personales y artísticas: muy alto, delgado, elegante, de piel muy oscura, cabello largo con trenzas, entrecano, al igual que su tupida barba, manos grandes con dedos largos y finos. Se movía en el escenario con agilidad felina; su voz tenía un tono muy bajo y un timbre muy agradable: recordaba a Nat King Cole.

Se presentó ante el público con una amplia reverencia y un cálido agradecimiento por una presencia tan numerosa, pidiendo perdón por su español con fuerte acento ingles y dando a conocer su nombre: Albert.

Comenzó su show, y durante más de una hora cantó: al amor, a los niños, a la igualdad entre los seres humanos, a la paz, al futuro. Su voz y su persona subyugaban; ese hombre tenía un gran poder de atracción sobre la gente. El público comenzó a ponerse de pie espontáneamente y a aplaudirlo en forma suave y constante. Había creado una atmosfera de hipnotismo colectivo. En un momento, sin nada que lo hiciera preveer, dejó el escenario, se dirigió a la cabina de sonido e iluminación, situada frente al mismo, trepó por la escalera y se ubicó en el techo, desde donde siguió cantando. Su enorme figura recortada en la noche con los brazos extendidos hacia el cielo era sin duda, la de un predicador invocando a su dios: una imagen surrealista, difícil de olvidar. El delirio fue total; los aplausos fueron ensordecedores. Por supuesto que todo era parte del show, pero erizaba la piel. Cuando descendió de la cabina, todo el mundo quería estrechar su mano, palmearlo, agradecerle. De una manera muy elegante, con su magnífica voz y su dificultoso español expreso su sentido reconocimiento por las pruebas de afecto recibidas y se retiró con sus músicos.

Esa noche había conocido a un hombre que puede llegar hasta el alma de quien lo escuche; a un indudable y talentoso showman, con sobradas condiciones para ser un conductor de masas.