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sábado, 11 de febrero de 2012

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'via Blog this'EL JARDÍN DE LOS ABUELOS


L
a atención era buena y el trato afectuoso. Poco se puede pedir cuando se llega a una edad, en que el pobre ser humano ya no puede valerse por sí mismo. Etapa triste la vejes, falta poco para el final, pero el viaje se hace eterno y si se prolonga demasiado, generalmente se termina en uno de los denominados hogares para ancianos, utilizando un eufemismo, o más comúnmente geriátricos
“El jardín de los abuelos” albergaba viejitos de ambos sexos, de distintas edades y estados de salud. Cada cual vivía inmerso en su mundo, en su pasado, en sus historias de vida. La lucidez con que se recuerdan la niñez y los años juveniles son el refugio de los que tienen un doloroso presente y carecen de futuro, al igual que las mariposas que vuelan solo unos pocos días, danzando y libando, entre las flores, aprovechando al máximo su ciclo fugaz
A pesar de la poca comunicación oral, por la intensa vida interior y el mutismo propio de la edad, había en general una buena relación entre los “pensionistas” del hogar.
Uno de los últimos en ingresar al geriátrico era Ramón Ludueña de ochenta y siete años, quien estaba al cuidado de su hija, la que por razones de salud, ya no podía atenderlo, como él se merecía. Ramón era afable y cordial. Le gustaba hacer amistades, conversar, compartir con la gente y dar una mano a quien lo necesitara. Su vida no había sido fácil, sobre todo en sus años mozos: fue muy sacrificada; siempre haciendo trabajos rudos, desde al alba al anochecer. Trabajó durante muchos años en el ferrocarril, en el mantenimiento de las vías, en el sur de la provincia, hasta que pudo jubilarse. Cuando llegó el merecido descanso a su cuerpo tan golpeado, hacía unos pocos meses que había perdido a su esposa: fue un revés muy duro, difícil de asimilar.
Ya entrado en años vino a vivir a Córdoba, con su hija que había quedado viuda, y tres nietos. Con el correr del tiempo se dio cuenta de que cada día daba más trabajo por sus problemas de artrosis que le dificultaban bastante los movimientos y los otros agregados como: diabetes, problemas del corazón, dificultad para retener la orina y distintos “achaques”, que él no entendía cuando se los explicaba el médico, y además para que los quería entender, si ya los tenía y había que soportarlos.
Un día habló con Mercedes, su hija, para explicarle que se sentía incómodo de verla trabajar tanto, y que tenía muy claro los inconvenientes que estaba causando. Que él estaría más tranquilo en un hogar para viejos, que lo podía costear con su jubilación y su obra social de ferroviario. Mercedes consideró que su padre tenía razón. Se hicieron los trámites necesarios y dos semanas después Ramón estaba ingresando al “Jardín de los abuelos”
A su llegada lo miraron con la curiosidad propia de los ancianos. La directora del lugar lo fue presentando a todos aquellos que encontraba. Algunos le daban la mano y otros lo miraban con indiferencia. Vicente, que se movía en silla de ruedas fue el único que le regaló una sonrisa. Lo llevaron a su habitación, un tanto chica para dos personas, que compartiría con Antonio, anciano de edad indefinida, muy deteriorado de su mente que permanecía casi todo el día en cama.
La mañana era apacible y luminosa, la mayoría de los “pupilos” trataban de aprovechar el tibio sol de fines otoño en el amplio jardín, reunidos algunos en pequeños grupos; la mayoría solos. Ramón busco con su vista a Vicente, que era el único que había tenido un gesto afable para con él. Lo encontró en su silla la sombra de un pequeño paraíso.
.−Buen día, amigo ¿Puedo sentarme a su lado a charlar un rato?
−Con mucho gusto. En esta casa todo son mudos y hace mucha falta «un poco de “cháchara”, de ruido en las orejas», Demasiado poco nos queda para que no escuchemos más nada.
Así se inició una animada charla entre ambos. Vicente le contó, que había sido durante muchos años empleado de Gath &Chaves, donde se jubiló trabajando en la sección expedición. “Daba mucho prestigio trabajar en esa casa”, decía con énfasis. El carnet de empleado, era todo un documento, abría más puertas que recomendación de político. Recordaba con mucho cariño a sus jefes, sobre todo a don Pablo, que más que un jefe fue un padre para él, cuando la vida lo puso en un brete y se encontró en las malas.
Los hijos cada vez lo visitaban menos y ni que hablar de los nietos: todos estaban siempre muy ocupados, para poder ir a verlo, pero eso sí, siempre le hacían saber, «que lo recordaban constantemente»: ya hacía más de tres meses que no veía a ninguno.
Almorzaron juntos y desde ese día fue creciendo un sincero lazo de amistad. Vicente, le fue contando historias, las mayorías tristes, dolorosas, de aquellos compañeros a quienes mejor conocía.
−El viejito, que está frente tuyo, ese, al que la enfermera le está dando unas pastillas, es Mateo. Es un caso raro: se tiene asco ¡Sí a él mismo! Dice a quien quiera escucharlo: que no soporta ver: sus “carnes” fláccidas, sus piernas encorvadas, sus manchas marrones en la cara y la espalda, que caen sobre su cuerpo, como cebo de vela; su boca desdentada, donde ya no tolera ninguna dentadura postiza; sus ojos lagañosos y que se yo cuantas cosas más. Cuando lo ayudan a bañarse, cierra los ojos para no verse., y a veces grita que él no era así, que lo han transformado, que quiere morirse
− ¿ Y vos crees qué está equivocado, Vicente?
−Mirá, si lo comparo conmigo, sí. Yo estoy prisionero desde hace varios años a esta silla de ruedas. Que me limita en todo. Él por lo menos si quiere “cagar” puede sentarse en el inodoro solo, sin que tengan que alzarlo entre dos personas y después ayudar a limpiarlo. La vida como la mía: no es vida. Yo vivo en silencio mi decrepitud, para no dar lástima; esperando con ansiedad, que el que me creó a su imagen y semejanza, se acuerde de una buena vez, de quien está rogando descansar. Pero bueno, no me gusta hablar de mí; sigamos con los compañeros de ruta. La del sombrerito marrón, ¿la ves? Ramón asintió con un movimiento de cabeza. Esa es doña Josefa, doña “Pepa”, como también la llamamos. Tiene uno de los hijos en la cárcel, por andar vendiendo droga, y parece que le dieron varios años. Se la pasa llorando o rezando la pobre vieja. Me recuerda a la madrecita, aquella, del tango: “Al pie de la santa cruz” que rogaba por el hijo que se lo llevaban en barco al penal de Ushuaia, de donde eran muy pocos los que volvían, allá por los años veinte ¿Te acordas, Ramón?.Lo cantaba Gardel y creo que Magaldi también.
─ ¡Claro que me acuerdo, Vicente! Yo era un chico cuando lo escuchaba canturriar por las calles. Las mujeres lloraban, cuando lo sentían en los fonógrafos
─La tenemos también a doña “Lala”─ continuó, Vicente─ dicen que tiene como cien años. Nadie viene a verla. Sus dos hijos murieron. Un nieto que vive en Buenos Aires, manda el dinero para mantenerla, pero jamás se llegó a visitarla. Cuentan que cuando joven trabajaba de planchadora en su casa ¡Y llegó a utilizar hasta las planchas que se calentaban con brasas!, las de carbón, ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué lindo sería volver a vivirlos! ¿No te gustaría Ramón?
─ A quien, no “compadre”.
La conversación seguía animada, a la sombra del joven paraíso. Dos hombres solos, que habían encontrado un lazo de unión, recordando el pasado.
─ A los que no veo desde hace unos días es a Gaetano. Está casi ciego el pobre tano, trabajó durante toda su vida de sastre. Siempre pensé, cosa de viejo loco, que se le gastaron los ojos de tanto coser ojales. Tengo que averiguar si le ha pasado algo. Y quien tampoco está, pero a ella se la llevó una hija para que se hiciera unos estudios, es a Rosario Peña. Una persona muy agradable, de poco hablar, pero es muy dulce cuando conversa. Siempre tiene una sonrisa fácil en los labios, a pesar de sus ojos tristones
─ ¿Cómo dijiste que se llamaba la señora?
─Rosario Peña.
─ ¿Es de Córdoba?
─Supongo que sí. A esta edad ya no sabemos ni de donde somos ¿La conocés?.
─Al nombre, sí lo conozco, pero supongo que debe haber muchas mujeres que se llamen igual.
─Mañana regresa. Quien te dice, a lo mejor encontraste una amiga.
Esa noche a Ramón le costó dormirse. ¡Rosario Peña!, ¿sería la “chica” de Los Maizales?¿Sería tan chico el mundo?.
Rosario regresó a la tarde, a la hora de la merienda. Todavía derechita, apoyada en un elegante bastón, correctamente vestida, fue saludando a todos sus conocidos. Notó que Ramón la miraba y le dedicó una inclinación de cabeza. Luego se sentó a tomar el té.
Ramón, la miraba tratando de disimular su curiosidad. Tenía dudas. Había rasgos y gestos que le recordaban a la Rosario de su pueblo, ¡pero los años cambian tanto a la personas! Decidió esperar hasta el otro día, antes de acercarse a ella. Ahora estaba muy entretenida contando, con detalles los estudios médicos a los que fue sometida.
La mañana era esplendida, como lo habían sido las anteriores. El otoño se despedía con todas sus galas. El suelo continuaba cubierto de hojarasca y ya aparecían algunos pequeños brotes en algunas plantas. El ciclo de la vida se cumplía alrededor de aquellos, para los que tal vez, ya no tendrían otra primavera.
Después del desayuno, Ramón y Vicente, se habían sentado nuevamente a la sombra del paraíso. Estaban en silencio, sumidos en sus pensamientos. En un momento Rosario quedó sola y Ramón se apresuró a levantarse.
─ Buenos día, señora.
─ Buenos días. Señor
─ ¿Puedo conversar con usted?
─Pero como no. Yo no soy la Infanta de España, para que pidan permiso─ dijo con un simpática risita.
Ramón se sentó a su lado, en un largo banco de madera verde, como el de la mayoría de nuestras plazas. Una leve brisa traía el aroma de la comida que se estaba elaborando en la cocina.
─Me llamo, Ramón Ludueña ─ dijo a modo de presentación─ ¿No es usted de Los Maizales?
─Vamos a dejar de lado lo de señor y señora─refunfuñó Rosario─. Estamos demasiado viejos para eso. No, Ramón lamento desilusionarlo, pero soy de Los Fortines, que está por la misma zona.
─ ¿Está segura, Rosario?
─ Oiga, amigo, por lo menos me acuerdo de donde nací; según me contó mi madre─ dijo riendo nuevamente─ Dígame, que le preocupa.
Rosario lo miraba fijamente, entrecerrando sus ojos marchitos, para mirar mejor.
─Bueno, Rosario, que en mis años mozos, cuando me decían: “El Moncho” conocí a una muy linda muchacha que se llamaba como usted y que actualmente debe ser de su edad.
─¡Pero mire usted!. Sabía que en Los Maizales había una chica con mi mismo nombre. Me lo había contado mi madre. Parece que éramos medios parientes, Sé que muy joven se caso y se fue del pueblo. Tuvo una hija y pocos años después del nacimiento de la niña, enviudó. Hasta allí llegan mis conocimientos ¿Parece que le dejo buenos recuerdos?─ dijo con una sonrisa picaresca.
─Y, sí, para que voy a negarlo. Estaba enamorado de ella. El padre no me quería. Parece que tenía en la mente otro candidato para Rosario.
─Pero, ¿estuvieron de novios?
─De novios, no se puede decir, porque no nos dejaban, pero había mucho cariño en la mirada y en la sonrisa, de ella y mía, cuando nos veíamos.
─ ¿Y qué pasó, Ramón?
─Yo estaba dispuesto a ir a hablar seria y educadamente con su padre, cuando el diablo metió la cola y se armó un tiroteo en el Comité Radical, con los conservadores, en el que tuve la mala suerte de estar metido. Hubo varios heridos y me vi obligado a huir y desaparecer de la zona por un tiempo prolongado. No tenía como comunicarme con ella. Después de un tiempo, me enteré que la habían casado con el hijo del turco de la tienda del pueblo, gente que tenía mucha plata. El padre, don Asad, era prestamista y todo el mundo le debía. Se iba quedando de a poco, con tierras, casas y haciendas. Fue un golpe duro para un hombre que andaba “güacho”· de cariños, como yo. Decidí no volver, salvo de tanto en tanto a ver a mis viejos y a las escondidas, para que no me metieran preso. Trabajé como peón en varias estancias, hasta que, tuve la suerte de poder conseguir un trabajo estable en el ferrocarril, en la reparación de las vías. Conocí a la Juana, hija de un capataz, muy buena mujer, con la que me case y tuve tres hijos. Estuvimos siempre juntos, hasta que hace ya muchos años la vida me la quitó, cuando todavía tenía mucho para dar. Nunca más tuve otra compañera. Seguí solo, atado a mis recuerdos; y esta es mi humilde historia. Cuando escuche su nombre y la vi, pensé que había vuelto a encontrar a la Rosario de mis años mozos.
─La Rosario que usted busca, ya no existe Ramón. Vive solamente en su memoria, en su pasado lejano. Mire, escuche bien lo que le digo: la vida no se repite. Es como el trino de los pájaros, el agua de los ríos, el aullido del viento en los cañadones: nunca es el mismo. Podrá ser parecido, pero no es igual─ mientras hablaba, Ramón supo que estaba frente a la Rosario de su juventud y que ella sabía, que él lo sabía y debía permanecer en silencio─ Ramón usted fue ferroviario y sabe que estamos próximos a la última estación, al fin de nuestro viaje, ya que pronto escucharemos los pitazos finales del tren que llegó a destino. Ramón, es demasiado tarde, no podemos volver a los andenes de nuestra partida. Tratemos de hacer más llevadero, los últimos árboles que desfilan ante nuestros ojos, mientras miramos a través de la ventana de la vida; con una nueva amistad, con un nuevo afecto, que nos permita estar más acompañados en nuestro obligado destierro.
Mientras hablaba, los ojos de ambos comenzaron a humedecerse, por gotitas de agua del alma, que corrían entre los surcos de sus arrugas. Ramón, le tomó suavemente la mano, que ella no retiró.
Vicente que los observaba atentamente, desde su silla de ruedas, pensó: « ¿Quien dijo que en el “Jardín de los abuelos” todo es dolor? y que a los viejos nos está vedado el amor, aunque solo sea de palabras».