El
loco Manucho
La
noche era lluviosa y fría. El loco Manucho, apodo por el que lo conocían desde
los años en que vivía en la calle, buscaba un refugio que le permitiera
guarecerse de la helada llovizna que lo castigaba. Fijo su mirada en una casa
abandonada hacía mucho tiempo. La conocía por haber pasado varias veces frente
a ella. Sus ruinosas paredes siempre le habían atraído, y pensaba que en algún
momento la demolerían. Le dolía y no sabía porque. Conocía de una ventana rota
por la cual sería fácil entrar. Logro abrirla sin mayor esfuerzo. Encendió una
linterna que siempre llevaba con él, indispensable en la vida de un linyera. El
panorama no podía ser peor: mugre de años, arañas, sus telas cubrían parte del
cielo raso, cucarachas, hormigas, pedazos de mampostería, todo cubierto por una
fina capa de polvo… olor a humedad, a cueva refugio de felino, a muerte.
Superó
el miedo que le causó la primera impresión…Lo había invadido la curiosidad.
Subió con precaución por una escalera derruida, de madera húmeda y podrida que
podía desmoronarse aún con el peso de su esmirriado cuerpo. Una ráfaga de
viento helado penetro por una ventana sin vidrios como si fuera un presagio
para que no siguiera avanzando: el clima había empeorado. Al llegar a la planta
alta, tan calamitosa como la baja, de una
casa que debió haber sido de gente rica, en su tiempo, le pareció ver una
pintura del rostro sonriente de una mujer de mediana edad. Enfocó nuevamente su
linterna…y ya no estaba: “debe ser la ginebra y el pedo que tengo encima” dijo en
voz alta, como queriendo escucharse a sí mismo para mitigar la lúgubre soledad que lo envolvía. Quedó un
rato pensativo, dudando de lo que había visto, pero en la difusa luz que se
filtraba desde la calle desolada, por el viento y la lluvia, volvió a ver el
rostro de la mujer que lo miraba. Nuevamente la curiosidad pudo más que el
miedo y se acercó con la mano extendida para tocarla. Solo encontró una pared
descascarada y con profundas y anchas grietas. Estaba confundido y temeroso.
Se
sintió cansado, sin fuerzas, las piernas le pesaban mucho, tal vez por la ropa
mojada. Aparto con el pie pedazos de escombros y se sentó entre la mugre apoyando
su espada contar la pared. “Porqué no salgo corriendo de está tumba”, pensó,
sin obtener respuesta de su mente embotada. Lamentó no tener a su lado a su
fiel perro “Capitán” que lo había acompañado tantos años y al que se llevó la
muerte, por viejo y enfermo, hacía unos pocos días.
Sintió que sus ojos lentamente se
cerraban: el frío, el hambre y el alcohol lo habían agotado. Las ratas que
pasaban muy cerca de él no le molestaban, ya las conocía. Supo dormir en
lugares peores.
Su
mente se envolvió en tinieblas. En sus sueños veía, como a través de un vidrio
empañado, a un muchachito muy joven encerrado en una habitación y que rompía
todo lo que estaba a su alcance con furia incontenible. Escuchaba voces que
gritaban: “está loco, está loco”. Una mujer que tenía aspecto de enferma
estaba sentada en una mecedora al lado
de una amplia ventana, recibiendo el escaso calor de un débil sol de otoño.
Después volvió a ver al muchachito que ya no se encontraba encerrado. Vagaba por un amplio jardín junto a otros seres que
parecían autómatas deambulando sin sentido, como si estuvieran extraviados.
Se despertó tosiendo, transpirado. Sentía
mucho frio, pero su frente ardía. Supo que tenía fiebre. Quiso levantarse y no
pudo. Tenía una sed intensa, por suerte en la bolsa con sus harapos, además de
la ginebra, tenía una botella con agua. A pesar del temblor que lo agitaba y la
tos cada vez más intensa, volvió a caer en un pesado sueño. Nuevamente percibió
a los hombres en el jardín caminando sin
rumbo. Nuevamente la mujer de la mecedora, ahora tendiendo la mano. Su rostro
lo sobresalto: era la señora del cuadro que trataba de retenerlo. Escuchó como
en un murmullo “Manuel, Manuel, no te vayas .No dejes que te lleven. Esta es tu
casa has regresado, hijo.
Dos días después, Manucho, había
fallecido. Encontraron su cuerpo, por la denuncia de un vecino que había
escuchado ruidos y voces, rodeado de su peculiar cortejo fúnebre de insectos y ratas Estaba tendido: con los ojos muy abiertos en un gesto de asombro, un brazo
estirado con la mano fuertemente cerrada, crispada, como asida a algo que no
quería perder, y un esbozo de sonrisa en sus labios exangües.