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domingo, 4 de marzo de 2018


La señorita Clemencia

Comenzaba a cursar el Segundo Grado en la escuela Mariano Moreno de nuestra Ciudad de Córdoba. Era un niño curioso con muchos deseos de aprender, lo cual heredaba de mi padre, un entusiasta lector. Mis materias preferidas eran: Historia y geografía.
Inicié un nuevo año escolar, lógicamente, con una nueva maestra: la señorita María Clemencia Rodríguez; señora en realidad, pero señorita Clemencia, para sus alumnos. En aquellos tiempos no se decía “la seño”, como se acostumbra ahora.
Desde los primeros días de clases se estableció una corriente de afecto y simpatía entre maestra y alumno. La encontraba parecida a mi madre lo cual influyó mucho en mí. Mi curiosidad, sin duda, influyó mucho en ella.
Me esmeraba en estudiar y hacer mis tareas. Quería ser el mejor de la clase, por satisfacción propia y también para agradar a mí maestra: a mitad de año ya éramos amigos. La Srta. Clemencia tenía una gran capacidad para hacer comprensible sus explicaciones, lo cual valorábamos mucho
Un fin de semana, para mi sorpresa, me invitó a pasar  el día sábado en su casa. Vivía en las afueras de la vieja ciudad de aquel entonces: en Barrio Argüello. Recuerdo que aquello se parecía mucho al campo, por sus extensas arboledas y antiguas casonas que en general se utilizaban para pasar los fines de semana. Ese día se festejaba el cumpleaños de su hijo mayor, de edad aproximada a la mía.
Balbuceando, por el entusiasmo que me embargaba, conté a mis padres mi gran noticia: ¡”La Srta. Clemencia me invita a su casa”! Esa noche papá lustró mis zapatos (solo se usaban en las grandes ocasiones) y mi madre preparó mi ropa. Pienso que estaba un poco celosa de la Srta. Clemencia.
Fue un día muy feliz. Me divertí mucho con los otros chicos invitados. Se habían preparado algunos juegos para la ocasión, pero faltó el futbol. No se podía jugar. Había niñas, también.
El afecto profundo, maestra, alumno, continuó imperturbable. Para mi cumpleaños me regaló un libro: “Etelredo Preston” de Francis Finn, el notable autor estadounidense de novelas para niños y adolescentes, que leí con entusiasmo en pocos días. En la primera página estaba escrita una simpática dedicatoria: “Al más conversador y curioso de mis alumnos”. Lamentablemente lo extravié, hace ya bastante tiempo, pero nunca olvidé las divertidas aventuras de Etelredo y lo que el libro significó para mí,
Al año siguiente nos fuimos, por razones de trabajo de mi padre, a vivir a Mar del Plata. Los primeros meses sentí duramente el cambio, el desarraigo, pero, pronto hice nuevos amigos y comencé a adaptarme a estar bajo otro cielo, en una ciudad de gélido invierno y cálido verano que nos permitía disfrutar de la playa y el mar. Las nuevas maestras, fueron muy buenas, pero ninguna reemplazó en mi corazón a la Srta. Clemencia.
El primer año nos escribíamos con cierta frecuencia; luego las cartas se fueron espaciando y finalmente cesaron. Debo confesar que noté muy poco la falta de correspondencia, mi mente estaba muy ocupada en una compañerita de trenzas rubias de la cual me había enamorado.
Varios años después regresé a Córdoba para estudiar medicina en la prestigiosa Universidad Nacional. Me afinqué en el viejo y mítico barrio Alberdi, a pocas cuadras del Hospital de Clínicas donde se vivía, aún con intensidad, la experiencia inolvidable de la bohemia estudiantil. Consiente, qué dependía de la ayuda de la familia para terminar mi carrera, me dedique a estudiar con ahínco, sin dejar por ello de concurrir algunos fines de semana a las peñas folklóricas, tan de moda en esos tiempos.
Trate de buscar algunos datos sobre la Srta.Clemencia, pero no pude obtener referencias de ella. En la escuela de mis primeros años, a la cual visité muy emocionado, me informaron,solamente,que hacía ya varios años que se había jubilado; que no vivía más en Argüello y desconocían su número actual de teléfono.Tampoco pude encontrarla en la guía telefónica, seguramente estaría registrado a nombre de su esposo, que yo desconocía, o tal vez, había olvidado.
Las arenas del tiempo fueron cayendo en el reloj de mi vida y llegó el ansiado momento de la graduación y de recibir mi diploma de médico.
Varios años después tuve la suerte de poder ingresar al Servicio de Clínica Médica de un prestigioso sanatorio. Era la época en que comenzaba el auge de las Obras Sociales, por lo cual todos los profesionales teníamos mucho trabajo.
Una tarde de octubre el Jefe de Servicio me pidió que antes de ver al próximo paciente de mi lista, subiera al segundo piso ante un requerimiento de enfermería. Después de unos veinte minutos regresé a mi consultorio, la secretaria había hecho ingresar a quien le correspondía el turno. Al entrar me encontré con una anciana de cabellos blancos y ojos llorosos, lo cual era frecuente de ver en los pacientes longevos, que me miraba fijamente. Mi corazón la reconoció antes que mis ojos y mi mente ¡La Srta. Clemencia estaba ahí! ¡Frente a mí!, con el rostro iluminado, a pesar de las lágrimas, por su dulce y maternal sonrisa ¡Cuantos recuerdos pasaron en segundos por mi mente! ¡Cuántos reproches sentí que me atenaceaban, por no haber puesto el empeño suficiente en encontrarla!.Noté que gruesas gotas de sabor salino corrían, por mis mejillas.
El destino, supremo hacedor de sorpresas, que cruza caminos y modifica vidas, la había traído nuevamente a mi existencia, sobre su mágica alfombra de cuentos y sueños. Estaba enferma, muy enferma, albergando en su frágil cuerpo un demonio que roía sus entrañas.
 Tuve el honor y el gran  dolor, de asistirla durante sus dos últimos años de vida, hasta que Dios decidió llevarla al “otro barrio”, al de las almas nobles. No partió sola. La acompañó la imagen de un niño flaco, de orejas grandes, rodillas lastimadas por el futbol del potrero, que portaba en sus manos un libro, en el cual en grandes letras doradas se leía: “Etelredo Preston.”


                                                          




                                                  

                                  

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