La señorita Clemencia
Comenzaba a cursar el Segundo Grado en la escuela
Mariano Moreno de nuestra Ciudad de Córdoba. Era un niño curioso con muchos
deseos de aprender, lo cual heredaba de mi padre, un entusiasta lector. Mis
materias preferidas eran: Historia y geografía.
Inicié un nuevo año escolar, lógicamente, con
una nueva maestra: la señorita María Clemencia Rodríguez; señora en realidad,
pero señorita Clemencia, para sus alumnos. En aquellos tiempos no se decía “la seño”,
como se acostumbra ahora.
Desde los primeros días de clases se
estableció una corriente de afecto y simpatía entre maestra y alumno. La
encontraba parecida a mi madre lo cual influyó mucho en mí. Mi curiosidad, sin
duda, influyó mucho en ella.
Me esmeraba en estudiar y hacer mis tareas.
Quería ser el mejor de la clase, por satisfacción propia y también para agradar
a mí maestra: a mitad de año ya éramos amigos. La Srta. Clemencia tenía una
gran capacidad para hacer comprensible sus explicaciones, lo cual valorábamos
mucho
Un fin de semana, para mi sorpresa, me invitó
a pasar el día sábado en su casa. Vivía
en las afueras de la vieja ciudad de aquel entonces: en Barrio Argüello.
Recuerdo que aquello se parecía mucho al campo, por sus extensas arboledas y
antiguas casonas que en general se utilizaban para pasar los fines de semana.
Ese día se festejaba el cumpleaños de su hijo mayor, de edad aproximada a la
mía.
Balbuceando, por el entusiasmo que me
embargaba, conté a mis padres mi gran noticia: ¡”La Srta. Clemencia me invita a
su casa”! Esa noche papá lustró mis zapatos (solo se usaban en las grandes
ocasiones) y mi madre preparó mi ropa. Pienso que estaba un poco celosa de la
Srta. Clemencia.
Fue un día muy feliz. Me divertí mucho con
los otros chicos invitados. Se habían preparado algunos juegos para la ocasión,
pero faltó el futbol. No se podía jugar. Había niñas, también.
El afecto profundo, maestra, alumno, continuó
imperturbable. Para mi cumpleaños me regaló un libro: “Etelredo Preston” de
Francis Finn, el notable autor estadounidense de novelas para niños y
adolescentes, que leí con entusiasmo en pocos días. En la primera página estaba
escrita una simpática dedicatoria: “Al más conversador y curioso de mis
alumnos”. Lamentablemente lo extravié, hace ya bastante tiempo, pero nunca
olvidé las divertidas aventuras de Etelredo y lo que el libro significó para
mí,
Al año siguiente nos fuimos, por razones de
trabajo de mi padre, a vivir a Mar del Plata. Los primeros meses sentí
duramente el cambio, el desarraigo, pero, pronto hice nuevos amigos y comencé a
adaptarme a estar bajo otro cielo, en una ciudad de gélido invierno y cálido
verano que nos permitía disfrutar de la playa y el mar. Las nuevas maestras,
fueron muy buenas, pero ninguna reemplazó en mi corazón a la Srta. Clemencia.
El primer año nos escribíamos con cierta
frecuencia; luego las cartas se fueron espaciando y finalmente cesaron. Debo confesar
que noté muy poco la falta de correspondencia, mi mente estaba muy ocupada en
una compañerita de trenzas rubias de la cual me había enamorado.
Varios años después regresé a Córdoba para
estudiar medicina en la prestigiosa Universidad Nacional. Me afinqué en el
viejo y mítico barrio Alberdi, a pocas cuadras del Hospital de Clínicas donde
se vivía, aún con intensidad, la experiencia inolvidable de la bohemia
estudiantil. Consiente, qué dependía de la ayuda de la familia para terminar mi
carrera, me dedique a estudiar con ahínco, sin dejar por ello de concurrir
algunos fines de semana a las peñas folklóricas, tan de moda en esos tiempos.
Trate de buscar algunos datos sobre la
Srta.Clemencia, pero no pude obtener referencias de ella. En la escuela de mis
primeros años, a la cual visité muy emocionado, me informaron,solamente,que
hacía ya varios años que se había jubilado; que no vivía más en Argüello y
desconocían su número actual de teléfono.Tampoco pude encontrarla en la guía
telefónica, seguramente estaría registrado a nombre de su esposo, que yo
desconocía, o tal vez, había olvidado.
Las arenas del tiempo fueron cayendo en el
reloj de mi vida y llegó el ansiado momento de la graduación y de recibir mi
diploma de médico.
Varios años después tuve la suerte de poder
ingresar al Servicio de Clínica Médica de un prestigioso sanatorio. Era la
época en que comenzaba el auge de las Obras Sociales, por lo cual todos los
profesionales teníamos mucho trabajo.
Una tarde de octubre el Jefe de Servicio me
pidió que antes de ver al próximo paciente de mi lista, subiera al segundo piso
ante un requerimiento de enfermería. Después de unos veinte minutos regresé a
mi consultorio, la secretaria había hecho ingresar a quien le correspondía el
turno. Al entrar me encontré con una anciana de cabellos blancos y ojos
llorosos, lo cual era frecuente de ver en los pacientes longevos, que me miraba
fijamente. Mi corazón la reconoció antes que mis ojos y mi mente ¡La Srta.
Clemencia estaba ahí! ¡Frente a mí!, con el rostro iluminado, a pesar de las
lágrimas, por su dulce y maternal sonrisa ¡Cuantos recuerdos pasaron en
segundos por mi mente! ¡Cuántos reproches sentí que me atenaceaban, por no
haber puesto el empeño suficiente en encontrarla!.Noté que gruesas gotas de
sabor salino corrían, por mis mejillas.
El destino, supremo hacedor de sorpresas, que
cruza caminos y modifica vidas, la había traído nuevamente a mi existencia, sobre
su mágica alfombra de cuentos y sueños. Estaba enferma, muy enferma, albergando
en su frágil cuerpo un demonio que roía sus entrañas.
Tuve
el honor y el gran dolor, de asistirla
durante sus dos últimos años de vida, hasta que Dios decidió llevarla al “otro
barrio”, al de las almas nobles. No partió sola. La acompañó la imagen de un niño
flaco, de orejas grandes, rodillas lastimadas por el futbol del potrero, que
portaba en sus manos un libro, en el cual en grandes letras doradas se leía:
“Etelredo Preston.”
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