Vistas de página en total

lunes, 30 de mayo de 2011

Google

PEPINO


Sentado sobre un tronco caído a la sombra de un inmenso y centenario carolino, con mis pies sobre la hojarasca amarillenta que tapizaba la tierra, en un medio día de fines mayo, contemplaba la belleza indescriptible de las serranías de Córdoba en el otoño, cuando las hojas de los árboles cambian de colores, y las copas de los mismos vistas desde lo alto de una colina, asemejan la inmensa paleta de un gigantesco pintor. Las aguas de los ríos y arroyos parecen más cristalinas; en el ambiente se percibe olor a paz, ha esa paz que invita a la meditación y a los recuerdos. ¿Será tal ves lo que sentía Machado, cuando observaba a Soria y al Duero, desde lo alto de su alma ?.
Esa invitación al vuelo y el aroma a pan recién horneado que traía la brisa, me trasladaron lejos, muy lejos de un paisaje serrano. Me llevaron al mar, a la vieja Mar del Plata de la década del cincuenta, cuando muy niño correteaba por sus calles, en las que aún no se veían las moles de los edificios actuales. Predominaban las elegantes casonas y mansiones de las primeras décadas de su fundación, que fueron cayendo bajo la impiadosa piqueta del “progreso”.
Vivíamos en una casa de frente de piedras blancas y tejas rojas, con un pequeño jardín que mi madre cuidaba con esmero. La calle en que estaba situada era la última pavimentada del barrio, después: calles de tierra y casitas humildes. Era el suburbio de una ciudad que se expandía vertiginosamente. Siempre quedó grabado en mi memoria que mi casa se situaba allí: donde terminaba el asfalto.
Cuantos recuerdos: de nombres de familias y personas, de lugares proverbiales, de negocios tradicionales, que estaban sobre la calle Italia, donde mi hogar abría sus puertas, para dejar volar al niño que soñaba con ser hombre, en ese barrio lejos del mar y muy próximo a la estación del ferrocarril que se poblaba en verano de turistas, la mayoría de ellos provenientes de Buenos Aires.
Vuelven a mi mente, y a mis sueños: la “turquita” de la tienda de la esquina de la calle Bolívar, con su belleza singular y picaresca simpatía,con la cual soñaban todos los muchachos veinteañeros del barrio. La sastrería de Borrajo y Fernández, frente a la tienda de la niña de los ojos moros, la peluquería de Berardi, peluquero, amigo y confesor de sus clientes (como muchos peluqueros de aquellos y de estos tiempos).“La Reforma”, almacén de ramos generales situada en la esquina de las calles Italia y Moreno, con sus techos de chapas pintadas de rojo, donde acudían todos los que necesitaban crédito. La libreta y la palabra eran sagradas, a las deudas se las consideraba de honor, se prefería pasar hambre, antes de quedar debiendo, lo cual se consideraba vergonzante. Cruzando la avenida colón, siempre por calle Italia, se levantaba una humilde vivienda de paredes blancas, con puerta y ventanas pintadas de un color verde intenso, adornada por unos canteritos en su frente, donde crecían fuertes matas de geranios, que generaban un agradable y notorio contraste con sus flores tan rojas. En esa casita, vivía una niña de mi misma edad: su cabeza cubierta de rulos, su dulce sonrisa, y sus finos modales, no los olvide jamás. Mabel Gonzalez simbolizó para mí, en cierta forma, la incomparable candidez de los años de la infancia
Los chicos del barrio, nos reuníamos los fines de semana durante el periodo escolar, y todos los días durante las vacaciones, a jugar al fútbol, en la esquina de mi casa, en la calle de tierra, allí donde terminaba el asfalto. El griterío y más de un pelotazo en una ventana, provocaba la airada protesta de las vecinas, algunas de las cuales, salían a la calle, escoba en mano blandiéndola, como si fuera un sable Samuráis, y proferían a todo pulmón el clásico grito de guerra: “mocosos del demonio, voy a llamar a la policía, ya se van a enterar sus padres” ¡ Si fueran hijos míos!
Casi invariablemente, parado en la esquina, absolutamente en silencio nos observaba, Pepino, viejo italiano, ex pescador. Enfundado en su gabán ( que alguna vez fue azul) una gorra tejida que, cubría su cabeza calva y su infaltable pipa en la boca, de la cual muy pocas veces salía humo. ¡ Cuánto me recordaba a mi abuelo! hijo también de la vieja Italia. Sus ojos tristes y apagados, tenían un color azul verdoso, tal vez como el del mar de donde provenía.
Nuestros padres nos habían alertado. Pepino era”medio loco” vivía solo...Sin mujer, y sin hijos. ¡ Por algo será !, decía Doña Marta, la dueña de la verdulería, mientras atendía sus clientes.Marta era sin duda la chismosa mayor del barrio. No se acerquen al viejo loco ni hablen con él, esa era la consigna.
Pepino, nunca supe su nombre, nos miraba sin hablar, sabía que no debía hacerlo, además le teníamos miedo. Nos lo habían inculcado.
Un día, cautivado por ese silencio, por esa mirada cargada de tristeza, me acerqué a él, y juntando coraje y desobediencia le dije: ¡hola Pepino!. Pepino miró fijamente a ese niño que no le temía, posó su mano sobre mi frente, y se alejó en silencio.
Con la pureza de alma propia de la niñez, que intuye cuando un hombre es bueno, comencé a hablar con él, cuando salíamos a jugar a la pelota en la calle de tierra, de casitas humildes, y llena de perros. Así poco a poco, lentamente, como todo lo que es duradero en la vida, fue floreciendo una amistad, entre un niño de rodillas sucias y lastimadas, lleno de curiosidad y un viejo pescador sin puertos, varado en tierra, como un vetusto navío encallado que nadie puede rescatar, pero que nunca termina de naufragar.
Vivía en un inquilinato, en una pequeña habitación, de paredes descascaradas. Una cama que me pareció pequeña para un hombre de su tamaño, estaba situada a la derecha de la puerta de entrada; una manta raída y desteñida por años de uso hacía las veces de cubrecamas. A la izquierda una mesa pequeña deteriorada y manchada, y dos sillas, que para mi asombro parecían nuevas, por lo menos con mucho menos uso que el resto del mobiliario. Y claro, pensé, si nadie lo visita. Cuando él esta aquí, debe estar recostado. Ya es un hombre cansado y viejo. No había cuadros con imágenes religiosas, tan común entre los italianos. Recuerdo un almanaque con publicidad de Bagley, y una lámina con un paisaje de tipo alpino, con picos nevados y bosques de pinos; tal vez quería olvidar el mar, ese mar que fue su vida, y le dio el sustento.
Aquel anciano, de la barba hirsuta, y la mirada azul y sin consuelo, me habló, de la Italia, de su viejo “paesse”, de lo que dejó y no volvió a ver. De los sueños que no se concretaron, de los gritos encerrados en su pecho...Del dolor de la soledad, de la tragedia de estar ya demasiado viejo.
Era un niño pero comprendía. Para mi angustia, siempre comprendí el dolor ajeno, y con lágrimas en los ojos, alcancé a musitar, Pepino no estas solo...yo te quiero.
No olvido su mirada cargada de dulzura, y una galleta marinera, que me ofreció.¡Daba lo que tenía! ...Me dio su pan y sus recuerdos.
Un día de invierno, del duro invierno marplatense, Pepino murió.¡ Estaba como dormido !, dijo una vecina alarmada, quien al no verlo a una hora avanzada del día, golpeó la puerta de su habitación, y al no recibir respuesta, presintió que algo ocurría, y se arriesgó a entrar.
¡ Murió el loco ! dijeron los vecinos...Murió mi amigo, grite yo sin consuelo.
Lo sepultaron al otro día, en una fosa municipal, donde van los que no tienen bienes, ni familia.
¿Sabes una cosa Pepino? Ya pasaron muchos, muchos años y continuas presente en mis recuerdos. Tu gabán que un día fue azul, tu vieja gorra tejida, tu barba hirsuta, y tu pipa sin humo, estarán siempre en el viejo arcón de los recuerdos, aquel, que atesora los momentos y personas, que jamás olvidaremos

No hay comentarios: